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Seguridad en distintos niveles

La seguridad es como una sinfonía: cada instrumento —el individuo, la comunidad, el Estado, los organismos internacionales— tienen un papel distinto, pero cuando todos están afinados y en armonía la obra cobra sentido y vida. Si un violín desafina, si los vientos no entran a tiempo o si la percusión se adelanta, el concierto se convierte en caos. Así ocurre con la seguridad cuando se aborda como un asunto exclusivo del Estado, desconectándose  de la vida cotidiana. No se puede esperar equilibrio social si uno de los niveles —personal, comunitario, nacional o internacional— falla o queda silenciado.

Imaginemos por un momento a una persona que se siente insegura en su hogar, en su barrio o en su sitio de ocio. ¿Esto reflejaría un país seguro? Pensemos ahora en una comunidad donde reina la desconfianza, el silencio ante la violencia doméstica o el miedo a denunciar el microtráfico. ¿Es viable construir institucionalidad si la base social está desmoronada? Por supuesto, las posibilidades serían escasas. Bien lo plantea David Baldwin en su ensayo “The Concept of Security”, la seguridad se centra en relación con tres preguntas fundamentales: ¿seguridad para quién?, ¿frente a qué amenazas?, ¿mediante qué medios? Sin claridad conceptual, el diseño de políticas se reduce a respuestas reactivas, y que esa persona en su residencia se mantenga en estado de alerta.

Si bien se ha logrado disminuir ciertos indicadores de violencia en el país, la percepción de inseguridad persiste. ¿Por qué? Porque la seguridad no se mide solo en cifras, sino también en sensaciones y símbolos. Hay quienes nunca han sido víctimas directas de hechos delictivos y aun así, viven con miedo. Otros confían más en una reja, en una cerca o en una pared rematada con restos de botellas de vidrio, que en una denuncia. Ese vacío entre las personas y las instituciones no se resuelve con incremento en el pie de fuerza, requiere que la seguridad personal y comunitaria se sienta, se viva y se construya.

A nivel comunitario, la clave está en el tejido social. Una calle iluminada, una red de vecinos conectados, una escuela con programas psicosociales y de acompañamiento a jóvenes en riesgo, y centros comunitarios con ofertas de recreación atractivas para niños, niñas y adolescentes parecen detalles menores, sin embargo, previenen delitos, generan confianza y fortalecen la corresponsabilidad. Donde hay organización social, hay vigilancia natural y resistencia a las economías ilegales. Lo contrario también es cierto: las estructuras criminales prosperan donde hay abandono institucional y fragmentación comunitaria. No basta con que el Estado “llegue”: debe integrarse a una comunidad viva, activa y con capacidad de agencia.

Es la posibilidad real de vivir sin miedo, y vivir sin miedo debe ser hoy el gran interés nacional. Un acuerdo donde todos tengamos parte, de lo particular a lo global, de lo urgente hasta lo estructural. Sin armonía, no hay concierto, y sin seguridad, no hay futuro.

En el plano nacional el reto es institucional. Las políticas públicas se basan en evidencia, justicia accesible, igualdad ante la ley y legitimidad en el uso de la fuerza. La ciudadanía no quiere represión, exige garantías. La seguridad nacional no puede seguir dependiendo en exclusiva de un enfoque militar o policial, debe ser democrática, preventiva y articulada con la ciudadanía.

Y cuando hablamos del entorno internacional no podemos ignorar que las amenazas de hoy trascienden fronteras: crimen transnacional, migración forzada, ciberataques, trata de personas, financiación ilícita. Mary Kaldor, en su libro “New and Old Wars: Organized Violence in a Global Era”, mostró cómo las guerras modernas ya no son conflictos entre Estados, sino escenarios híbridos donde actores armados, redes criminales y poderes locales delinquen en simultáneo. En ese contexto, la cooperación internacional no es una opción, es una urgencia.

Entonces, ¿cómo avanzar? Primero, al cambiar la narrativa de una seguridad como imposición de poder a una seguridad como construcción colectiva; segundo, fortaleciéndose el nivel comunitario como punto de partida para las demás escalas con recursos presupuestales y líderes al servicio de las sociedades; y tercero, integrar lo local con lo global con mecanismos eficaces de coordinación y respuesta.

Nuestra sociedad espera mayores estrategias que integren los niveles de seguridad en un modelo coherente, con indicadores claros, corresponsabilidad real y liderazgo ético. Luego, el llamado es concreto: que el gobierno nacional lidere una política de seguridad integral, no fragmentada, que las autoridades locales dejen de improvisar y construyan sobre el conocimiento existente, que los ciudadanos asumamos nuestro rol en la prevención y que la cooperación internacional se base en confianza, y no en intereses pasajeros.

La seguridad no es la ausencia de violencia. Es la posibilidad real de vivir sin miedo, y vivir sin miedo debe ser hoy el gran interés nacional. Un acuerdo donde todos tengamos parte, de lo particular a lo global, de lo urgente hasta lo estructural. Sin armonía, no hay concierto, y sin seguridad, no hay futuro.

Publicada en: https://www.kienyke.com/columnista/jimmy-bedoya

Seguridad: una necesidad fundamental

Imaginemos por un instante que un país es como una casa. No importa cuán grandes sean sus ventanas o cuán alto sea su techo: si sus cimientos son débiles, puede derrumbarse. Hemos intentado levantar esa casa sobre bases inestables, sin reconocer que la seguridad no es en sí misma una meta de desarrollo estatal, sino la condición previa. No es un lujo, es un derecho elemental, y sobre todo, es una necesidad psicosocial que afecta las dimensiones de la vida humana desde el pensamiento, la palabra y el comportamiento, y en especial la interacción con los demás y con las instituciones, columnas de esta gran casa que llamamos Colombia.

Así, la seguridad se transforma en algo tan esencial como el alimento, el agua o el sueño. Esta no es una metáfora ni una exageración. Abraham Maslow lo formuló con claridad en su jerarquía de necesidades humanas para destacar que, sin seguridad el ser humano no puede avanzar hacia el amor, el conocimiento, la creatividad o la autorrealización. Aunque en política se sigue reduciendo a cifras de homicidios o número de patrullas, en la vida real la seguridad se traduce en algo más íntimo: poder caminar con tranquilidad, confiar en el otro, criar a los hijos sin temor, dormir sin sobresaltos.

En nuestro contexto, este derecho básico vulnerado históricamente, deja una secuela trasmitida de generación en generación: la persistencia del temor como condición de vida. El miedo constante —aunque invisible— desgasta, enferma, condiciona. Zygmunt Bauman, en su libro “Miedo líquido”, advierte que en la modernidad líquida las amenazas son cada vez más difusas e impredecibles, y por eso, más angustiosas. Ya no es solo el peligro concreto lo que nos paraliza, sino la sospecha incesante de que algo nos puede pasar. Vivir así es vivir a medias.

El impacto psicológico de esa inseguridad no es un tema menor. Bruce Perry, psiquiatra infantil y experto en neurodesarrollo, en su libro “The Boy Who Was Raised as a Dog” ha documentado cómo los entornos inseguros, incluso sin violencia física directa, pueden alterar la arquitectura cerebral, en especial en los niños. El estrés crónico genera un estado de alerta constante que impide desarrollar vínculos de confianza y afecta funciones cognitivas superiores como la atención, la memoria o el razonamiento. En otras palabras, un niño que crece con miedo no solo pierde tranquilidad, pierde capacidad de aprender, de crear y de proyectar su vida.

Por su parte, los adultos expuestos a contextos de alta incertidumbre —barrios controlados por bandas criminales; fronteras invisibles; zonas rurales abandonadas; mujeres víctimas de agresiones o aquellas que deben modificar sus rutinas para evitarlas; entre otros aspectos.— también padecen los efectos del miedo sostenido: ansiedad, retraimiento social, agresividad defensiva, desasosiego y pérdida de fe en el futuro. ¿Cómo puede florecer una sociedad bajo esas condiciones?

La seguridad, como lo señaló Maslow, es la base misma de nuestra humanidad, y sin humanidad, no hay futuro estable.

La respuesta es clara: no puede. Sin seguridad, se debilita la cohesión social, se rompe el tejido comunitario y se erosiona la confianza entre ciudadanos y hacia el Estado. A una democracia le es difícil sostenerse en ciudadanos que viven a la defensiva. El miedo prolongado disminuye la participación, acalla la voz crítica, limita la cooperación y da origen a una amenaza silenciosa y profunda.

Entonces, ¿por qué continúa abordándose la seguridad como un asunto puramente técnico, reactivo y desconectado de la vida emocional de las personas? Un posible cambio de dirección implica una visión más integral y humana de la seguridad. Necesitamos entender que no basta con contener el delito: hay que restaurar la confianza. Así mismo, esto no se logra solo con Fuerza Pública. Se obtiene al construirse entornos protectores que garanticen acceso a salud física y mental, en donde se promueva el uso del espacio público, y se fortalezcan las redes sociales comunitarias, y sobre todo, se garantice la presencia constante y digna del Estado.

Esto no significa minimizar la importancia del control institucional ni de la respuesta ante el crimen. Pero sí implica reconocer que la prevención no es solo una estrategia policial: es una estrategia social. Una calle bien iluminada, un parque activo, una escuela con apoyo psicosocial, un programa de resolución pacífica de conflictos, pueden ser tan o más eficaces que un batallón de uniformados. La seguridad no se impone, se construye.

Es decir que, requiere un liderazgo que tenga la capacidad de leer el miedo como un síntoma de abandono, y no solo como un problema de gobernabilidad al reconocerse en la seguridad un bien público que involucra la mente, el cuerpo y el alma de los ciudadanos se comprenda que la protección ciudadana va más allá del orden público. 

El llamado es claro: en lugar de preguntarnos cómo contener el delito, preguntemos también cómo sembrar confianza. En vez de invertir únicamente en reacción, invirtamos en prevención sensible y centrada en las personas. Como sociedad, merecemos más que sobrevivir: merecemos vivir con dignidad, con esperanza y, sobre todo, sin miedo.

En nuestra casa grande donde residimos cerca de cincuenta millones de personas podemos cimentar una nueva narrativa de seguridad. Una que abrace la complejidad del ser humano al entenderse el miedo como un llamado a cuidarnos y no solo a controlarnos, y que haga de la protección integral un proyecto compartido de país. La seguridad, como lo señaló Maslow, es la base misma de nuestra humanidad, y sin humanidad, no hay futuro estable.

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Sun Tzu y la seguridad ciudadana

En el fragor de la guerra la mayor victoria no se consigue con la espada sino con la estrategia. Sun Tzu, el legendario estratega chino, lo comprendió hace más de dos milenios al afirmar que “la mejor victoria es vencer sin combatir”. En Colombia esta lección resulta vigente e imprescindible. Durante décadas la respuesta al crimen ha sido reactiva: despliegues policiales masivos, operativos espectaculares y una constante promesa de endurecimiento de penas. Sin embargo, la historia demuestra que el combate frontal sin una planificación estructurada es una batalla condenada al desgaste. La seguridad no se gana con fuerza bruta, sino con inteligencia, liderazgo y adaptabilidad.

La aplicación de los principios de Sun Tzu a la seguridad ciudadana exige una transformación en el liderazgo y la estrategia de las fuerzas de seguridad. El aumento del número de uniformados en las calles requiere una visión de seguridad basada en la prevención y la anticipación del delito. “Si conoces al enemigo y te conoces a ti mismo, no deberás temer el resultado de cien batallas”, aseguró Sun Tzu. La incógnita es: ¿realmente conocemos las dinámicas del crimen en Colombia? Los grupos delictivos han evolucionado y mutado al diversificar sus operaciones y sofisticar sus estructuras. Sin inteligencia preventiva y sin coordinación entre las agencias de seguridad las acciones policiales seguirán siendo reactivas y, en muchos casos, ineficaces.

Un verdadero liderazgo en seguridad desestima el autoritarismo y se enfoca en coherencia y estrategia. Sun Tzu hablaba de la “doctrina” como el factor que genera cohesión entre gobernantes y gobernados. En la seguridad ciudadana esta doctrina podría traducirse en una visión compartida entre el Estado, las entidades con responsabilidad en seguridad y la ciudadanía. Un primer paso implica restaurar la confianza en las instituciones de seguridad y justicia a partir de un liderazgo efectivo con el ejemplo, y garantizar la transparencia en las operaciones así como el fomento de la cooperación con la comunidad. “Haz que tus soldados sean como una sola persona”, escribió Sun Tzu, una máxima que contribuiría al estímulo de unidad tanto en las fuerzas de seguridad como en la sociedad.

La victoria en esta batalla no dependerá del número de armas en las calles, sino de la inteligencia con la que sepamos utilizarlas. La mejor estrategia de seguridad no será la confrontación directa, sino aquella que logre desarmar al crimen antes de que actúe.

Las enseñanzas del estratega chino sobre el uso del terreno y la adaptabilidad también son aplicables a el contexto nacional. “El terreno implica las distancias y hace referencia a dónde es fácil o difícil desplazarse”, explicaba Sun Tzu. En seguridad, esto significa que cada región del país presenta retos únicos: no es lo mismo enfrentar la delincuencia en una metrópoli como Bogotá que en una zona rural dominada por economías criminales. La estrategia se articula de acuerdo con las condiciones específicas del entorno, con un despliegue de recursos e inteligencia ajustado a cada entorno. En este sentido, el uso de tecnología, como sistemas de vigilancia y análisis de datos, es esencial para mapear el crimen y anticiparse a sus movimientos.

La seguridad en Colombia no se alcanzará con operativos esporádicos ni con discursos de mano dura, sino con una estrategia de largo plazo basada en la inteligencia, el liderazgo y la cohesión social. Se necesita un gobierno que entienda la seguridad como una cuestión de Estado, no de coyuntura política. Es imperativo fortalecer la prevención del delito, mejorar la coordinación interinstitucional y garantizar que la ciudadanía participe activamente en la construcción de entornos seguros.

El reto está planteado. El país tiene la oportunidad de reconfigurar su estrategia de seguridad con inteligencia y visión, sin improvisaciones y el uso excesivo de la fuerza. Como escribió Sun Tzu, “el supremo arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar”. En nuestras ciudades, es momento de que el liderazgo en seguridad en Colombia se inspire en la estrategia y no en la fuerza bruta. La victoria en esta batalla no dependerá del número de armas en las calles, sino de la inteligencia con la que sepamos utilizarlas. La mejor estrategia de seguridad no será la confrontación directa, sino aquella que logre desarmar al crimen antes de que actúe.

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La Fuerza Pública también es Colombia

Cada policía y soldado asesinado deja un hogar en silencio, una madre sin hijo, un niño sin padre. No podemos seguir comportándonos como si esto no nos afectara. En lo que va de este 2025, hechos como el reciente atentado en Balboa, Cauca, donde cinco militares murieron y otros 16 resultaron heridos, tres de ellos de gravedad, evidencian una violencia creciente y alarmante que no es un problema aislado, sino un síntoma profundo de nuestra fragmentación como sociedad.

Por años hemos normalizado la guerra interna, limitándonos a observar desde lejos cómo policías y soldados sacrifican sus vidas al enfrentar grupos ilegales que amenazan nuestra estabilidad. Se ha vuelto común escuchar noticias sobre militares muertos en emboscadas, policías asesinados en retenes o secuestrados por estructuras criminales. Sin embargo, ¿cuántas veces hemos pasado de largo estos hechos al cambiar el canal de televisión o al cerrar las redes sociales? Esta indiferencia silenciosa se convierte en una forma dolorosa de complicidad.

No podemos seguir comportándonos como si esto no nos afectara. Es momento de entender que los miembros de nuestra Fuerza Pública también son parte esencial de Colombia. Su lucha es nuestra lucha, su dolor es nuestro dolor. Esta realidad nos exige actuar de manera distinta, nos demanda cohesión social, unidad ciudadana, respaldo verdadero hacia quienes entregan su vida protegiendo al país.

La violencia contra la Fuerza Pública no es únicamente un desafío militar o político. Es, ante todo, un desafío social y moral. Cuando un soldado cae, cuando un policía es asesinado y la comunidad no reacciona, los violentos ganan terreno. La seguridad no es solo un problema del Estado, es una responsabilidad colectiva. La respuesta no vendrá solo de la política pública o de estrategias militares aisladas, sino de un compromiso real y auténtico de toda la sociedad colombiana.

Hagamos que Colombia sea una nación unida en la gratitud y la responsabilidad, asegurando así que ningún soldado o policía muera en el olvido. Porque, al final, la Fuerza Pública también es Colombia, y su lucha es nuestra defensa de la sociedad. 

En este punto, vale la pena voltear nuestra mirada hacia Japón. Tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial Japón logró levantarse gracias a un modelo de cohesión social excepcional basado en la disciplina, el respeto a la autoridad, y un profundo sentido comunitario. Hoy, la sociedad japonesa respalda en pleno a sus fuerzas de seguridad, entendiendo que quienes las conforman no son ajenos a ellos, sino parte integral y esencial del bienestar colectivo. Esta cohesión ha sido su mejor escudo frente a la violencia y la criminalidad.

¿Puede Colombia aprender de esta experiencia? Claro que sí. No es cuestión de copiar, sino de inspirarnos en esa solidaridad y disciplina que hacen de Japón un país resiliente frente a la adversidad. Nuestro desafío es enorme, pero no imposible. Es momento de superar divisiones internas y unirnos, no solo por empatía hacia quienes han perdido seres queridos, sino porque entender el valor de la vida de cada uniformado es comprender el valor de nuestra propia nación.

Debemos preguntarnos: cuando llegue una amenaza directa contra nosotros, ¿quién acudirá al llamado? ¿A quién pediremos ayuda? ¿Seremos coherentes exigiendo respuestas inmediatas a quienes, desde nuestra indiferencia cotidiana, hemos mantenido distantes? Si continuamos ignorando a quienes protegen nuestra tranquilidad, ¿con qué legitimidad podremos exigir protección cuando llegue nuestra hora de necesidad?

Es hora de romper el ciclo de apatía que nos paraliza con una solidaridad que signifique reconocer en policías y militares colombianos con rostro y corazón, que arriesgan su vida cada día, y cuya lucha es también nuestra. Necesitamos construir una Colombia donde el respaldo a la Fuerza Pública sea una realidad cotidiana, genuina y palpable.

Esta transformación solidaria inicia con acciones concretas. Desde políticas públicas que mejoren las condiciones laborales y humanas de nuestros uniformados hasta iniciativas ciudadanas que reivindiquen su papel social. Un país que honra a sus defensores es un país destinado a prevalecer. Hagamos que Colombia sea una nación unida en la gratitud y la responsabilidad, asegurando así que ningún soldado o policía muera en el olvido. Porque, al final, la Fuerza Pública también es Colombia, y su lucha es nuestra defensa de la sociedad. 

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Seguridad interméstica y narcotráfico

Por tercer año consecutivo, Colombia inicia el año sin una estrategia definida para la lucha contra los cultivos ilícitos. La erradicación forzada ha sido suspendida sin una alternativa clara y el gobierno apuesta por un modelo de sustitución voluntaria que, aunque busca involucrar a las comunidades, carece de garantías ante la presión del crimen organizado. Esta estrategia errática no comprende que el narcotráfico no es solo un problema criminal, sino un fenómeno económico transnacional que el Estado enfrenta con tácticas fallidas. No basta con medidas represivas aisladas ni con promesas de desarrollo rural que no llegan a materializarse. Mientras el gobierno sigue apostando por enfoques insuficientes, las redes del narcotráfico se fortalecen y adaptan con la eficiencia de una corporación global.

El narcotráfico en Colombia se gestiona con la eficiencia de un consorcio mundial. Así lo demuestra Tom Wainwright en su libro “Narconomics”, donde expone cómo las redes delictivas funcionan como grandes multinacionales, con estrategias de diversificación, control de costos y expansión de franquicias. Al igual que Walmart u otra multinacional de tiendas de descuento, las cuales mantienen precios bajos mediante cadenas logísticas optimizadas, las organizaciones criminales garantizan la estabilidad del negocio a pesar de la erradicación de cultivos, al sustituirse las zonas de producción y ajustarse su distribución. La erradicación forzada, lejos de acabar con el problema, genera escasez temporal que eleva los precios y hace el negocio aún más lucrativo. En otras palabras, la estrategia tradicional no solo fracasa, sino que alimenta el mismo sistema que busca destruir.  

Mientras tanto, la apuesta por la sustitución de cultivos en el Catatumbo avanza con incertidumbre. Si bien un modelo de desarrollo rural es esencial, la implementación actual presenta fallas estructurales. Primero, la falta de alternativas económicas reales mantiene a los campesinos en la encrucijada entre el Estado y las redes de narcotráfico. Segundo, la ausencia de seguridad para los líderes de sustitución permite que grupos armados impongan su control, y tercero, la lentitud del proceso ha desgastado la confianza en el gobierno. Es decir, sin garantías de estabilidad económica ni protección la sustitución se convierte en una ilusión que se diluye ante la cruda realidad del territorio.  

Pero el problema trasciende lo local. La seguridad interméstica, concepto que conecta la seguridad interna con las dinámicas del crimen transnacional, nos muestra que esta inacción tiene consecuencias globales. La cocaína colombiana sigue abasteciendo mercados en EE.UU., Europa y Asia, financiando redes de tráfico de armas, lavado de dinero y corrupción. Mientras tanto, los carteles mexicanos, europeos y asiáticos siguen fortaleciendo su papel en la cadena de distribución, y se demuestra que el narcotráfico no es un problema de un solo país, sino de una red interconectada que aprovecha cada vacío estratégico del Estado.  

Cada año que pasa sin una estrategia efectiva fortalece aún más a los verdaderos beneficiarios de esta crisis: las estructuras mafiosas y sus mercados globales. La seguridad interméstica exige decisiones audaces, porque el tiempo para corregir el rumbo se está agotando.

Entonces, ¿cuál es la salida? Si seguimos viendo el narcotráfico como un problema criminal en lugar de un problema de mercado, estamos condenados a repetir los mismos errores. La solución no está en erradicar más cultivos ni en criminalizar a los campesinos, sino en cambiar las condiciones económicas que hacen que el narcotráfico sea una opción rentable para miles de personas. Experiencias como el Proyecto Especial CORAH en Perú, que combina erradicación forzosa, interdicción y desarrollo alternativo, han demostrado que una estrategia integral es más efectiva que la represión aislada. En este modelo, la erradicación de cultivos ilícitos va de la mano con el impulso de economías legales sostenibles y el fortalecimiento del control territorial. Colombia podría explorar este ejemplo y dejar de aplicar medidas aisladas que solo desplazan el problema de una región a otra.  

Basándonos en estas experiencias, se propone la creación de Centros de Desarrollo Integral (CDI) en regiones afectadas por cultivos ilícitos en Colombia. Estos centros no solo ofrecerían alternativas económicas viables, sino que mejorarían la calidad de vida de las comunidades y fortalecerían el tejido social. Un modelo estructurado bajo cuatro pilares permitiría atacar el problema desde su raíz: unidades productivas, educación, salud e infraestructura. En primer lugar, se fomentaría la producción de cultivos legales como cacao, café y frutas con infraestructuras adecuadas para el procesamiento y comercialización, con la certeza que se le asegure a los campesinos el acceso a mercados nacionales e internacionales. En segundo lugar, la formación técnica y la educación permitirían a los productores desarrollar capacidades empresariales y agroindustriales, y dejar atrás la dependencia de la coca. En tercer lugar, garantizar la presencia de servicios de salud contribuiría a mejorar las condiciones de vida de las comunidades, y se reduciría la vulnerabilidad social que explotan las células criminales. Finalmente, el desarrollo de vías de comunicación y acceso a tecnología facilitaría la integración de estos territorios a la economía formal.  

Si el narcotráfico funciona como una multinacional, ¿por qué seguimos combatiéndolo como un simple problema de seguridad? El verdadero camino es hacer que el negocio deje de ser rentable, quitándole sus fundamentos económicos en lugar de insistir en estrategias punitivas que han demostrado su fracaso. Colombia tiene la oportunidad de cambiar el rumbo, pero para ello necesita abandonar la retórica vacía y aplicar un enfoque basado en economía, inteligencia y desarrollo real. No basta con erradicar cultivos ni con militarizar las regiones productoras, es necesario transformar la estructura económica de estas zonas, fortaleciéndose la presencia del Estado y garantizándose  oportunidades reales para sus habitantes.  

El gobierno no puede seguir improvisando. Es hora de replantear la estrategia y asumir que la guerra contra las drogas no se gana con solo más erradicación y represión, sino con decisiones pragmáticas. Si queremos una Colombia libre del narcotráfico debemos construir un país donde la coca no sea la única opción. El desafío no es menor, pero la historia ha demostrado que donde hay voluntad política y un plan estructurado, la transformación es posible. Cada año que pasa sin una estrategia efectiva fortalece aún más a los verdaderos beneficiarios de esta crisis: las estructuras mafiosas y sus mercados globales. La seguridad interméstica exige decisiones audaces, porque el tiempo para corregir el rumbo se está agotando.

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Construyendo un país sin homicidios

La violencia homicida en Colombia se ha convertido en un fenómeno que, por infortunio, se enraíza en nuestra realidad social. Año tras año, varias de las ciudades del país figuran en el ranking de las más violentas del mundo, una situación demostrada una vez más en la medición para el 2024 del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. Santa Marta, Cali, Palmira, Barranquilla, Cúcuta y Cartagena hacen parte de esta lista, al evidenciarse una crisis que parece no tener fin en donde el Estado sigue perdiendo el control sobre vastos territorios y la criminalidad se impone como la única ley vigente. Es un drama nacional que nos exige una respuesta contundente: ¿hasta cuándo permitiremos que la muerte sea parte del paisaje cotidiano?

La violencia homicida en Colombia no es un fenómeno espontáneo ni coyuntural. Responde a una serie de factores estructurales que se han enquistado en el país a lo largo de las décadas. Como bien señala Marcelo Bergman en su libro “El negocio del crimen”, las organizaciones criminales delinquen con la lógica de una empresa: buscan expandirse, consolidar su mercado y maximizar sus ganancias. En ese contexto, la violencia no es una consecuencia accidental, sino un mecanismo deliberado para mantener el control territorial y garantizar la impunidad. No es casualidad que las ciudades más violentas sean aquellas donde el narcotráfico, las redes de sicariato y el contrabando tienen un dominio absoluto. La falta de una estrategia integral de seguridad, la debilidad institucional y la corrupción han permitido que estas economías ilegales prosperen sin restricciones.

El problema radica en la forma en que el Estado ha abordado la seguridad ciudadana. Durante décadas, las respuestas han sido reactivas, basadas en el aumento de la presencia policial y en operativos militares de gran impacto mediático, pero con escasos resultados sostenibles. No se ha atacado la raíz del problema: la impunidad rampante que permite que los homicidas y cabecillas de estructuras criminales continúen delinquiendo con total libertad. Según un análisis de la ONG Dejusticia el 90% de los homicidios quedan sin resolver, el mensaje que se envía es claro: asesinar en Colombia no tiene consecuencias. Es aquí donde radica la verdadera crisis de seguridad. No es solo un problema de violencia, es un problema de justicia.

Ante este panorama, es evidente que no podemos seguir aplicando las mismas fórmulas fracasadas y esperar resultados distintos. Colombia necesita una transformación estructural en su política de seguridad, una que no solo enfrente a los criminales con mano dura, sino que también ofrezca alternativas reales para desmantelar las redes delictivas. Por ello, propongo a las autoridades construir un plan que he denominado “Plan Renacer Colombia”, como un compromiso nacional que una a todos los sectores en la construcción de un país sin homicidios.

Con respeto pongo a disposición de las autoridades las directrices de esta iniciativa, permitiéndoles adoptar la estrategia con el nombre que consideren pertinente, pero con el compromiso de implementar las herramientas necesarias para la reducción del homicidio. La reflexión última es ¿cuánto tiempo más estaremos dispuestos a actuar sin objetivos a largo plazo?

Este plan debe estar cimentado en cuatro pilares fundamentales. En primer lugar, la justicia efectiva para la paz. La impunidad es el principal motor de la violencia en Colombia. Es imprescindible la creación de unidades especializadas para la judicialización rápida de homicidios y delitos violentos, dotadas de fiscales, analistas e investigadores capacitados para cerrar el círculo de la criminalidad. Si los perpetradores de homicidios fueran conscientes que la justicia los alcanzará de manera certera, la violencia disminuiría considerablemente. La inversión en inteligencia criminal y tecnología de rastreo es clave para desmantelar las redes que financian el crimen.

El segundo pilar es la consolidación de zonas seguras y libres de violencia. No se trata solo de aumentar el pie de fuerza en las calles, sino de recuperar el control del territorio. Hay que reforzar la presencia del Estado en municipios vulnerables, en articulación con militares y policías, y dependencias del aparato gubernamental con proyectos de desarrollo social, infraestructura y acceso a servicios básicos.  A las comunidades se le involucra cuando la presencia del Estado es una opción real y no un actor pasajero que aparece solo en tiempos de crisis. La disputa territorial con las bandas criminales no se gana con balas, se gana con institucionalidad.

El tercer pilar es brindar oportunidades reales para la juventud. Al actuar bajo el compromiso de proteger a niños y jóvenes se evita que miles de ellos continúen siendo cooptados por el crimen organizado como sicarios, expendedores o mulas. Se necesitan programas robustos de educación, cultura y emprendimiento que permitan a los jóvenes alejarse de la violencia y construir un futuro digno. La inversión en programas de formación técnica, becas y espacios deportivos y artísticos así como una oferta real de empleo bien remunerado puede ser más efectiva para la seguridad que cualquier batallón del ejército. Si el crimen organizado recluta con dinero ilícito y poder intimidatorio, el Estado debe contrarrestar esa oferta con alternativas viables y sostenibles que fomenten el desarrollo de las habilidades y capacidades de los jóvenes en su beneficio y del país.

Finalmente, el cuarto pilar debe ser la ciudadanía activa por la convivencia. La seguridad no es solo tarea del gobierno, es un compromiso de todos. Fomentar la denuncia ciudadana, generar campañas masivas de sensibilización y fortalecer redes de apoyo comunitario es esencial para reducir la tolerancia social hacia la violencia. En países como El Salvador, Chile y Costa Rica se han implementado iniciativas donde la comunidad se involucra directamente con estrategias de seguridad, logrando una reducción significativa de los homicidios. Colombia debe aprender de estas experiencias y adaptarlas a su realidad.

En conclusión, el “Plan Renacer Colombia” es una invitación a soñar y estructurar con un país donde la vida y la paz sean el eje central de nuestro desarrollo. Seguir ignorando y operando con resultados reactivos mantendrá la naturalización de la violencia. La construcción de un país sin homicidios no es una utopía, es una posibilidad que requiere la voluntad de todos. Con respeto pongo a disposición de las autoridades las directrices de esta iniciativa, permitiéndoles adoptar la estrategia con el nombre que consideren pertinente, pero con el compromiso de implementar las herramientas necesarias para la reducción del homicidio. La reflexión última es ¿cuánto tiempo más estaremos dispuestos a actuar sin objetivos a largo plazo?

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