En Colombia, hablar de seguridad suele evocar imágenes de capturas masivas, incautaciones espectaculares y operativos en vivo transmitidos por las redes sociales. Estos momentos generan un respiro pasajero en la opinión pública, una sensación de que se está ganando la lucha contra el crimen. Sin embargo, detrás de estas métricas superficiales se esconde una realidad incómoda: la mayoría de las políticas de seguridad fomentan más la apariencia de control que soluciones reales. Es un fenómeno que podría llamarse “pareidolia de la seguridad”, donde las autoridades perciben patrones de éxito en indicadores que, en contexto, no logran transformar los problemas estructurales.
Esta desconexión entre percepción y realidad no es un fenómeno exclusivo de Colombia, pero aquí encuentra terreno fértil. El reciente reporte del Sistema de Planeación Territorial (SisPT) del Departamento Nacional de Planeación (DNP) ilustra esta problemática. Esta herramienta, diseñada para permitir a las alcaldías y gobernaciones construir y hacer seguimiento a sus Planes Integrales de Seguridad y Convivencia Ciudadana (PISCC), ha sido adoptada por apenas el 57% de las entidades territoriales en 2024. La cifra no solo refleja fallas en la implementación, sino una preocupante falta de compromiso con la planificación estratégica en seguridad. Aún más inquietante es que, incluso cuando estos planes se digitalizan en el sistema, pocos contienen estrategias que apunten a transformar las raíces de la criminalidad, como la exclusión social, la inequidad o la falta de acceso a la justicia.
El problema de raíz radica en cómo entendemos el éxito en seguridad. Como advierte Spencer Coursen en “The Safety Trap”, es fácil caer en el ardid de priorizar una sensación de seguridad en lugar de enfrentar las amenazas reales. En el país esta trampa se manifiesta en operativos relámpagos según la temporada del año y dependen también de algún fenómeno criminal mediático que buscan apaciguar el miedo colectivo sin abordar las condiciones que perpetúan la violencia. Esta dinámica está profundamente influenciada por lo que Daniel Kahneman, en “Pensar rápido, pensar despacio”, llama el pensamiento acelerado: decisiones impulsivas y reactivas que satisfacen necesidades inmediatas, pero carecen de la reflexión analítica necesaria para generar cambios de fondo.
Factores como la percepción ciudadana, el acceso a oportunidades económicas y la cohesión social son tan relevantes como las incautaciones y las capturas. El llamado es claro: abandonar las ilusiones de control y enfrentar la complejidad de la seguridad con estrategias innovadoras, reflexivas y sostenibles.
James C. Scott, en su obra “Seeing Like a State”, describe cómo los gobiernos suelen simplificar la complejidad social para medir y gestionar políticas públicas. En el caso colombiano esto se traduce en una obsesión por indicadores que son fáciles de contabilizar pero insuficientes para evaluar el impacto real. Mientras tanto, los factores que sostienen la criminalidad como la exclusión económica, la fragmentación comunitaria y la corrupción, permanecen fuera del radar de las políticas de seguridad. Este enfoque desconoce las particularidades de las comunidades locales y las dinámicas sociales, y debilita cualquier intento de generar un cambio duradero.
Experiencias internacionales ofrecen una perspectiva valiosa, por ejemplo, Portugal con su política de descriminalización de drogas ha demostrado que abordar las causas subyacentes, como la adicción, puede ser más efectivo que las respuestas punitivas. Por su parte, Islandia a través de programas comunitarios enfocados en la juventud, logró reducir significativamente la violencia y el consumo de sustancias psicoactivas. Estos casos comparten un denominador común: la combinación de datos rigurosos, enfoques preventivos y la participación activa de las comunidades en el diseño de políticas. Mientras tanto, en Colombia, el SisPT, a pesar de su potencial, no ha logrado consolidarse como una herramienta transformadora debido a su baja adopción y a la falta de voluntad política de las autoridades territoriales para integrar sus registros en estrategias reales.
Ante esta realidad, es urgente replantear cómo se entiende y ejecuta la seguridad en el país en el corto, mediano y largo plazo. Más allá de capturas y operativos que son respuesta de abreviado alcance, se necesita un enfoque que integre evaluación independiente, participación ciudadana y datos cuantitativos que reflejen impactos duraderos. La auditoría externa es clave para evitar que las políticas se conviertan en ejercicios de autoengaño. Instituciones independientes y objetivas deben analizar los resultados y proponer ajustes en tiempo real. Además, involucrar a las comunidades en la creación de políticas no solo aumenta su pertinencia, sino que fortalece la confianza ciudadana en las instituciones. Finalmente, las métricas deben ir más allá de lo numérico. Factores como la percepción ciudadana, el acceso a oportunidades económicas y la cohesión social son tan relevantes como las incautaciones y las capturas. El llamado es claro: abandonar las ilusiones de control y enfrentar la complejidad de la seguridad con estrategias innovadoras, reflexivas y sostenibles.
Publicada en: https://www.kienyke.com/columnista/jimmy-bedoya