El 13 de junio de 1936 en pleno auge del nazismo, los trabajadores de la naviera alemana Blohm und Voss se encuentran reunidos frente al puerto de Hamburgo contemplando cómo se hace a la mar por primera vez el barco-escuela Horst Wessel, construido con sus propias manos.
Al acto se presentan Adolf Hitler y la cúpula del Reich, recibidos por los obreros con el tradicional saludo fascista. Sólo uno de ellos, un joven de 26 años de nombre August Landmesser, se niega a hacerlo y decide cruzarse de brazos ante la presencia de estos líderes. La verdad nadie le recriminó entonces su ofensa, tan solo los compañeros que tenía al lado se dieron cuenta de su desaire. Lo que no sabía el trabajador es que un fotógrafo captó esa imagen para la posteridad.
Landmesser se casó con Irma Eckler, mujer de origen judío, con quien tuvo dos hijas y fue detenido en 1938 por las Leyes de Núremberg, que lo incriminaban de ser “una deshonra para el orden social de la raza aria”. Fue liberado en 1941 y tres años después fue reclutado como parte de un batallón disciplinario de infantería. Murió en tierras croatas en octubre de 1944 luchando para el régimen que lo obligó a separarse de su esposa y tener una familia feliz.
August era un ciudadano del común, un detenido más y un muerto cualquiera en alguna cuneta olvidada de Europa. Pero gracias a esa imagen inédita se convierte en un hombre que realiza una acción extraordinaria. Un ejemplo que sigue vivo para recordar el coraje de mantener las propias convicciones en medio de la tormenta.
Este relato, uno de miles en la confrontación más grande del s. XX, es otra muestra no solo del horror de la historia, sino de los actos de desafío y coraje de los cuales es capaz el hombre y que todos debemos emular. Landmesser no era revolucionario, ni comunista y menos le interesaba la política; su imagen aún hoy conmueve y oprime la garganta con un significado profundo cuando se conoce las vivencias del protagonista.
Winston Churchill, primer ministro británico, en el fragor de la II Guerra Mundial, -parafraseó a Aristóteles- “el coraje es la virtud humana más estimada porque es la que garantiza las demás”. Esa fuerza de voluntad es requisito inalienable para sobreponerse a las dificultades y de obligatoriedad para los servidores públicos quienes actúan en la protección de la integridad de la población y en complemento del Estado como garante de la democracia.
Es necesario ir más allá de los miedos y arrogancias personales porque muchas de las situaciones a las que se enfrentan implican riesgo para la propia vida y la de los otros a los que se debe cuidar o asistir; esto invita a poseer tenacidad y un valor entusiasta hacia la responsabilidad del servicio público en garantizar la igualdad y tranquilidad entre los ciudadanos.
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