El voto del algoritmo 

Cada época tiene su forma de poder. Hubo un tiempo en que se conquistaban territorios con espadas, otro en que el dominio se ejercía con dinero o industria. Hoy, el poder se construye con información. La inteligencia artificial (IA) —esa red que no duerme y aprende de nosotros sin descanso— ha empezado a participar, sin ser elegida, en las decisiones políticas más profundas, y aunque se presenta como herramienta del progreso, también altera silenciosamente la manera en que votamos, debatimos y confiamos. En la era de los datos, el voto libre enfrenta una amenaza invisible: el voto del algoritmo.

Yuval Noah Harari, en Homo Deus, advirtió que el liberalismo podría volverse irrelevante el día en que los algoritmos nos conocieran mejor que nosotros mismos. En ese punto, decía, la autoridad dejaría de residir en la conciencia individual y pasaría a los datos. No es ciencia ficción: cada clic, búsqueda o reacción emocional se convierte en una pista que los sistemas digitales usan para anticipar nuestras decisiones. Así, el poder político se desplaza del ciudadano al código.

Colombia, que en 2026 vivirá un nuevo proceso electoral, no está al margen de esta transformación. Las campañas políticas ya incorporan inteligencia artificial para procesar millones de datos, detectar emociones colectivas y perfilar votantes con una precisión inquietante. Lo que antes requería recorrer el país y escuchar a la gente, hoy se hace desde un algoritmo capaz de medir la indignación, el miedo o la esperanza en cuestión de segundos. Cada ciudadano se convierte en un mapa emocional activable a conveniencia. Si se usa con ética, esta tecnología puede fortalecer la comprensión social; pero en manos equivocadas, puede manipular voluntades.

El riesgo no está en la herramienta, sino en la intención. Un video generado por IA, una encuesta manipulada o un rumor amplificado pueden cambiar percepciones antes de que la verdad alcance a expresarse. Cuando la emoción se impone a la razón, la democracia se vuelve un juego de espejos. El ciudadano deja de votar por convicción y lo hace por reacción. El voto ya no nace del pensamiento, sino del estímulo.

Frente a esta amenaza invisible, la Fuerza Pública —y especialmente la Policía Nacional— representa un contrapeso esencial. En cada elección, cuando la democracia se pone a prueba, son ellos quienes garantizan que el voto pueda ejercerse sin miedo. Pero su papel ya no se limita a custodiar urnas: hoy deben proteger también el espacio digital donde se forman las percepciones políticas. La seguridad pública se redefine, y con ella, la misión policial. Proteger el voto significa también blindar la información, rastrear campañas de desinformación y salvaguardar la confianza ciudadana frente a los nuevos riesgos tecnológicos.

Las unidades de delitos informáticos de la Policía Nacional cumplen una función crucial al detectar operaciones de manipulación digital, rastrear ciberataques o identificar el uso indebido de datos electorales. Su trabajo técnico y silencioso es una forma moderna de defensa democrática. Pero su aporte más profundo sigue siendo humano: presencia, serenidad, pedagogía. En tiempos de polarización y desconfianza, el policía que custodia un puesto de votación o acompaña un escrutinio simboliza la continuidad del Estado y el respeto por la voluntad ciudadana.

Es un acto de soberanía interior. Que las elecciones de 2026 no sean las del algoritmo, sino las de la conciencia. Que la Fuerza Pública siga siendo el pilar silencioso que garantiza el orden visible y la libertad invisible, y que cada colombiano recuerde que la inteligencia artificial podrá predecirnos, pero nunca reemplazará la inteligencia del deber, la razón y el corazón.

En esta nueva era, la seguridad ya no se mide solo en calles vigiladas, sino también en mentes protegidas. Defender la democracia implica garantizar la seguridad cognitiva y digital del país. La información, cuando se manipula, puede ser tan peligrosa como la violencia física. Por eso la Fuerza Pública debe actuar como garante no solo del orden, sino de la verdad verificable. A su vez, el Estado debe dotarla de herramientas tecnológicas, capacitación en inteligencia artificial y protocolos de cooperación con universidades, medios y autoridades electorales para anticipar riesgos y preservar la confianza institucional.

Las elecciones de 2026 serán las primeras en las que la inteligencia artificial tenga un papel decisivo. Los partidos que la comprendan podrán usarla para fortalecer la transparencia, optimizar recursos y acercarse mejor al ciudadano. Pero también estará la tentación de manipular emociones o profundizar divisiones. La ética política se pondrá a prueba. En este escenario, la Fuerza Pública debe reafirmar su papel neutral, técnico y pedagógico: garante del orden, pero también de la sensatez.

Harari afirma que quien controle los flujos de información controlará el futuro. Si esto es cierto, la defensa de la democracia no puede quedar solo en manos de los políticos o los jueces electorales. Es una tarea colectiva. La Policía Nacional —con su vocación preventiva y su experiencia en el manejo de crisis— puede ser el puente entre la seguridad tradicional y la seguridad digital. La violencia ya no siempre es física; a veces es simbólica y emocional, y ante ella, la inteligencia moral y el deber de servicio son las primeras líneas de contención.

El desafío no es únicamente técnico. Colombia necesita una ciudadanía capaz de pensar con autonomía y resistir la manipulación emocional. La alfabetización digital debe convertirse en política pública. Enseñar a reconocer las huellas del algoritmo, a distinguir información de propaganda, y a identificar emociones inducidas es tan fundamental como enseñar a leer o escribir. Porque la manipulación prospera donde falta pensamiento crítico. La mejor defensa de la democracia es una mente lúcida.

La Fuerza Pública no puede sola. Debe contar con el respaldo de la academia, los medios y la sociedad civil. El futuro electoral depende de la coordinación entre quienes custodian la seguridad, quienes informan y quienes educan. No se trata solo de evitar fraudes, sino de proteger la confianza. Si el ciudadano pierde la fe en el proceso electoral, pierde el sentido del pacto social, y sin confianza, no hay democracia que resista.

Por eso, el llamado es urgente: que las autoridades regulen el uso político de la inteligencia artificial con normas claras; que las plataformas tecnológicas sean transparentes en sus algoritmos; que los medios verifiquen antes de amplificar; y que los ciudadanos piensen antes de compartir. La libertad se juega hoy en el terreno de la atención. Quien controla lo que vemos y sentimos puede también condicionar lo que votamos.

Votar no es solo elegir un gobierno: es reafirmar la capacidad de decidir sin miedo y sin manipulación. Es un acto de soberanía interior. Que las elecciones de 2026 no sean las del algoritmo, sino las de la conciencia. Que la Fuerza Pública siga siendo el pilar silencioso que garantiza el orden visible y la libertad invisible, y que cada colombiano recuerde que la inteligencia artificial podrá predecirnos, pero nunca reemplazará la inteligencia del deber, la razón y el corazón.

Jimmy Bedoya-Ramírez
Jimmy Bedoya-Ramírez

Columnista, investigador, asesor en seguridad pública, capital humano y liderazgo.

Artículos: 382