En múltiples partes del mundo deleitarse con un guiso de lentejas, la legumbre de cultivo más antigua del planeta, es compartir un símbolo de abundancia, fertilidad y riqueza, por ser un alimento de especial valor nutritivo. Esas pequeñas y humildes semillas, a través de la historia han estado presentes en las tradiciones gastronómicas de diversas culturas.
En varias comunidades son una alegoría de buena suerte en aspectos trascendentales de la vida como el amor, la salud y la prosperidad; incluso las involucran en ceremonias ancestrales y hasta las hacen partícipes en ritos modernos de bienestar, ganándose la reputación de ser un amuleto trifecta.
En la biblia, Esaú, primogénito de Isaac, cuando estaba a punto de morir de hambre entregó su primogenitura por un sencillo tazón de lentejas a su hermano Jacob. Cervantes, en El Quijote (1605), las consideraba un plato de poca estima, alimento propio de los más humildes y comida de los viernes. Otros autores fueron benevolentes como Enríquez Gómez, en su novela El siglo pitagórico (1644) las llama las once mil vírgenes en los versos para describir a un avaro, y el cocinero Hernández de Maceras (1607) compuso odas al caldo de lentejas.
Otro relato interesante llega del historiador Diógenes Laercio, en el s. III, quien se encontraba comiendo un apocado plato de lentejas y en un momento se acercó un egocéntrico filósofo y burlándose le dijo que si en algún instante hubiera aprendido a adular al rey no estaría cenando lentejas, a lo cual el maestro Laercio le respondió, que si como filósofo él hubiera aprendido a comer lentejas no tendría que adular al rey.
Se debe reflexionar acerca del verdadero valor de las cosas, más allá de las jerarquías y de los egos impuestos por la sociedad
Esa anécdota expone cómo el egocentrismo arroja al ser humano a un pozo construido por el apego a sus pensamientos, carencias, inseguridades, frustraciones, creencias y emociones negativas; que lo llevan a actuar desde el ego, un manto venenoso que ilusiona a los humanos con su regencia, frente a sus pares, la raíz dominante que germina con la creación de sentimientos de insuficiencia y envidia.
El ego está asociado a la soberbia o la pedantería y tiene su origen en la autoestima. A través de los siglos, estudiosos del comportamiento y la existencia humana han identificado que la presencia de egos trae efectos nocivos para la sociedad, su influencia negativa en la química de las organizaciones limita la productividad y el potencial de mejora. El ego destruye las oportunidades de crecimiento de los colectivos sociales al esconder los fracasos y las decepciones.
Ese “falso yo” origina la desconexión con los otros, extingue la empatía a partir de esa lucha constante entre lo que se desea, y lo que la organización, la comunidad y la sociedad demanda de sus individuos, especialmente del líder, en una batalla desenfrenada entre las experiencias, preferencias, planes y proyectos personales y grupales.
En las organizaciones es fundamental generar procesos que beneficien a la mayoría de sus integrantes para mejorar la productividad y la armonía en el sitio de trabajo. Una de las claves es no rendirse a los propios deseos, preferencias, gustos y hasta caprichos, y comenzar a conectar con los sentimientos de los demás.
Es necesario que los colaboradores del equipo se centren en objetivos comunes y trabajen para lograrlos, en lugar de competir entre ellos, y en cuanto al líder es preciso ser empático para entender que el propósito del colectivo es superior a las agendas personales. Se debe reflexionar acerca del verdadero valor de las cosas, más allá de las jerarquías y de los egos impuestos por la sociedad, y recordar siempre la premisa que no es más importante el poderoso, sino el humilde y bondadoso, y quien aporta a la construcción de comunidad.
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