Hay lugares donde la violencia ya no se escucha, pero se siente. Calles donde el silencio no significa paz, sino historia no contada. En Colombia, hay barrios enteros que no han vuelto a vivir una masacre, pero aún caminan como si el disparo pudiera repetirse. Comunidades que nunca han sido víctimas directas de un delito, pero sienten que el peligro es permanente, que la amenaza está al acecho, que la seguridad es apenas un espejismo frágil. ¿Por qué? Porque el miedo, cuando se instala colectivamente, no necesita pruebas: se convierte en atmósfera. Así, actúa la memoria en la percepción de la seguridad. No como pasado superado, sino como herida abierta que define el presente.
Décadas de conflicto armado, terrorismo, narcotráfico, represión estatal y abandono institucional han dejado en el país algo más profundo que cifras: dejaron marcas en la memoria, y esa memoria colectiva, tejida por generaciones a través de relatos familiares, noticias traumáticas, ausencias no explicadas y presencias temidas, moldea una forma de sentir la seguridad que no se ajusta a los indicadores oficiales. En muchas comunidades, la amenaza ya no viene solo del crimen organizado, sino de un Estado que llegó tarde, llegó mal o nunca llegó, y eso —como advertía Michel Foucault en “Vigilar y castigar”— se convierte en una forma de poder: el miedo se instala en los cuerpos, en los gestos, en las rutinas. Ya no hace falta castigar: basta con que se recuerde el castigo.
Esa memoria del miedo opera en múltiples capas. En las mujeres que caminan con las llaves entre los dedos por si tienen que defenderse. En los jóvenes que no denuncian porque saben que nadie va a responder. En los líderes sociales que callan no porque no tengan voz, sino porque conocen demasiado bien el costo de usarla. En los padres que enseñan a sus hijos a desconfiar como forma de sobrevivir. Esta percepción no es paranoia, es experiencia acumulada, y como señalaba Jean Delumeau en “El miedo en Occidente”, los temores sociales se construyen, se reproducen, y muchas veces se instrumentalizan como herramientas de control. En nombre de la seguridad se militarizan territorios, se estigmatizan poblaciones y se normalizan políticas punitivas que no protegen, sino que profundizan la brecha entre ciudadanos e instituciones.
Por eso, hablar de seguridad en Colombia sin reconocer la memoria colectiva que la condiciona es como diagnosticar una fiebre sin considerar la infección que la provoca. No se puede construir seguridad sobre el olvido, ni sobre la negación del daño. Cuando el Estado no reconoce su ausencia histórica o su rol en la violencia, la desconfianza crece. Cuando las políticas de seguridad se enfocan solo en control y vigilancia, sin escuchar las historias del territorio, lo que se refuerza es el recuerdo del miedo, no la esperanza de protección.
Si queremos vivir sin miedo, debemos reconocer lo que nos enseñó a temer. Solo así, la seguridad dejará de ser un acto de control, y empezará a ser, por fin, un acto de cuidado.
El problema es que esta memoria no solo habita en las víctimas, sino también en las instituciones. Muchas decisiones en política de seguridad se toman desde la reacción y no desde la comprensión. Se multiplican los patrullajes en lugares donde hubo hechos violentos, aunque la situación haya cambiado. Se mantienen lógicas de intervención basadas en estadísticas pasadas, sin verificar si la comunidad aún necesita control o ya clama por inversión social. Así, la política del miedo se institucionaliza. Se repite lo que ya fracasó, porque el recuerdo de lo que funcionó rara vez se documenta.
Sin embargo, hay caminos posibles. En algunas ciudades, el trabajo con memorias locales ha servido para sanar vínculos entre comunidades e instituciones. En Bogotá, por ejemplo, organizaciones barriales han desarrollado procesos de memoria en zonas afectadas por la violencia y el desplazamiento, al utilizar el arte urbano, los archivos comunitarios y la recuperación de espacios simbólicos como herramientas para resignificar el miedo. Estas iniciativas no solo reconstruyen la narrativa del territorio, sino que restauran vínculos sociales esenciales para fortalecer la percepción de seguridad. En Tumaco, iniciativas comunitarias han logrado que jóvenes que crecieron con la violencia puedan narrar otra historia. La Comisión de la Verdad demostró que escuchar a las víctimas no solo dignifica, también reconfigura el futuro. Porque cuando una sociedad reconoce su dolor, no queda atrapada en este: lo transforma.
La propuesta es clara: Colombia necesita una política de seguridad que tenga memoria. No una que reproduzca el miedo, sino que lo entienda. Que se atreva a preguntar no solo qué pasó, sino qué se recuerda, cómo se recuerda y qué impacto tiene ese recuerdo en la vida diaria. Una política que incluya pedagogía sobre el pasado, presencia institucional confiable y mecanismos reales de reparación simbólica y material. Que no oculte sus errores detrás de uniformes nuevos o cámaras inteligentes, sino que se reconcilie con su historia para poder proteger de verdad.
Porque en Colombia no basta con combatir el delito si no enfrentamos el recuerdo del miedo: la seguridad también se construye al sanar la memoria que lo perpetúa. El gobierno nacional, los entes territoriales y cada actor institucional deben entender que no se puede generar confianza donde hay negación, ni construir paz donde el miedo sigue teniendo la última palabra. Si queremos vivir sin miedo, debemos reconocer lo que nos enseñó a temer. Solo así, la seguridad dejará de ser un acto de control, y empezará a ser, por fin, un acto de cuidado.