En Colombia existen marcadas y profundas diferencias sociales producto de las desigualdades presentadas a raíz de la decadencia de políticas públicas incapaces de confrontarlas. Esta situación se ha evidenciado aún más después de la firma de los acuerdos de paz del 2016 y los actuales procesos de negociación y de sometimiento a la justicia de miembros de grupos alzados en armas e integrantes de bandas criminales.
Los índices delincuenciales y de violencia se han incrementado notoriamente, como lo muestran los indicadores finalizando el 2023, por la falta de una política clara que permitan que los responsables de la seguridad en el ejecutivo propongan y planteen soluciones para mejorar la situación en que se encuentra el país.
Las campañas políticas de las últimas elecciones se abanderaban en gran medida en el propósito de acabar con la delincuencia, desde luego, esto es totalmente entendible y por supuesto necesario. La ciudadanía se percibe con incertidumbre frente a la criminalidad y la violencia, situación que requiere ser priorizada por el Estado.
El gobierno nacional y algunos de los nuevos mandatarios, quienes con poca experiencia y muy mal asesorados, propusieron en el inicio de su gestión la realización de planes de prevención y controles operativos, que comúnmente se conocen como “planes choque” o con denominaciones similares.
El anterior planteamiento de planes choque y estrategias con un enfoque de esfuerzos principalmente realizados por la Fuerza Pública, hace referencia al concepto de securitización, en donde se plantean medidas estrictas y de emergencia para contener las expresiones de violencia y a los generadores de criminalidad, y que la ciudadanía se encuentre menos asediada por estas amenazas.
Sin embargo, cuantificar la tranquilidad y convivencia de la ciudadanía por medio de la realización de sendos operativos policiales y militares, y copando espacios vitales de las ciudades con excesiva presencia de la Fuerza Pública, no debe convertirse en el criterio de éxito de la estrategia de seguridad de los gobernantes.
En el propósito de alcanzar unos niveles de seguridad acordes a los que requiere el país, la experiencia tanto nacional como internacional indica que no se debe ajustar la estrategia pensando en el aumento del pie de fuerza momentáneo y de impacto mediático; por encima de todas las circunstancias se deben priorizar las acciones preventivas enfocadas a atacar el modo estructural del fenómeno de la violencia y la delincuencia.
En la gran mayoría de casos, los resultados de las estrategias enfocadas en la securitización, provoca el efecto de convertir a los territorios en campos de batalla entre autoridades y delincuentes. La evidencia y los resultados muestran que tener más policías y militares en las calles, y más ciudadanos en las cárceles, solo tiene un final, el fracaso.
Es necesario desde el ejecutivo y los gobiernos locales establecer sistemas de medición y de rendición de cuentas para observar el impacto de las estrategias planteadas. De forma que se asegure un control territorial por parte del Estado en materia administrativa, judicial, policial y militar…
Los procesos de securitización en la región y en la misma Colombia no han logrado contener las tasas de homicidios y otros delitos, las cuales son muy superiores a las de Europa y Asia, cifras que vienen siendo registradas incluso desde antes de la presencia del crimen organizado.
Una forma apropiada de dar sostenibilidad a una estrategia de seguridad debe iniciar por evolucionar hacia una medición constante de la percepción de seguridad con métodos que vayan más allá de generar estadísticas operacionales relacionadas con capturas e incautaciones, que causan tan solo un efecto periodístico al mostrar los resultados de los grandes operativos, y aunque necesarios, terminan por invisibilizar el trabajo continuo de los uniformados para hacerse más cercano a la comunidad.
La securitización, lo que sí logra de manera efectiva, es ahondar en el debilitamiento de la proximidad con la comunidad, al apartarse la Fuerza Pública del conocimiento de las problemáticas sociales y dejar a un lado la focalización del servicio; procesos que han demostrado eficiencia en la prevención y reducción del delito a lo largo de los años.
En este sentido, y aunque es obvio, se deben robustecer los programas de prevención a partir de la segmentación de las zonas de mayor riesgo y comprender de forma diferenciada el fenómeno y sus características, así como interiorizar el análisis de los altos costos en vidas y monetarios de combatir el crimen.
Prevenir desde todo punto de vista, genera menos riesgos para la sociedad y la Fuerza Pública, y requiere en la mayoría de los casos una menor inversión de dinero con resultados que perduran en el tiempo.
La securitización, la mano dura o los planes choque resultan insuficientes en el mediano y largo plazo si no son acompañados con políticas públicas de amplia cobertura en los sectores urbanos y rurales que contemplen el desarrollo de acciones de inclusión social, de cultura, educación, reconstrucción del tejido social, y de resiliencia para edificar sociedades más equitativas.
Es necesario desde el ejecutivo y los gobiernos locales establecer sistemas de medición y de rendición de cuentas para observar el impacto de las estrategias planteadas. De forma que se asegure un control territorial por parte del Estado en materia administrativa, judicial, policial y militar que responda a la gravedad de la problemática y se oriente a proteger a la ciudadanía.
Es trascendental, que en el inicio de la gestión de los nuevos alcaldes y gobernadores, de manera conjunta con el gobierno nacional se hagan esfuerzos en materia de seguridad pública, en donde se generen capacidades orientadas al análisis, focalización, priorización y prevención de la criminalidad, y por supuesto establecer programas sociales, y así se evita la urgencia mediática de presentar al ciudadano resultados inmediatos carentes de efectividad sostenible.
Publicada en: https://www.kienyke.com/columnista/jimmy-bedoya