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Más allá del discurso: la urgencia de una Policía eficaz

La Policía Nacional de Colombia ha transitado un camino de modernización constante, adaptándose a los retos cambiantes de la seguridad y la convivencia ciudadana. Desde finales del siglo XX, la institución ha experimentado reformas estructurales que han redefinido su papel en la sociedad, destacándose la Ley 62 de 1993 como un hito clave en este proceso. Esta norma fortaleció su carácter civil, impulsó mecanismos de supervisión y promovió una mayor cercanía con la comunidad, sentándose las bases para una policía más transparente y eficiente. Sin embargo, cada nuevo director enfrenta el desafío de profundizar estos avances, corregir falencias y responder a las crecientes exigencias en materia de seguridad, en un contexto donde la confianza ciudadana y la legitimidad institucional están en permanente escrutinio.

La modernización de esta Institución se refleja en diversas estrategias y reformas estructurales como el proceso iniciado en el año 2021, la iniciativa más ambiciosa en esta materia con énfasis en la profesionalización, la transparencia y la cercanía con la comunidad. En este proceso se destacan la creación de un nuevo Estatuto de Carrera para consolidar la formación y el desarrollo profesional de los uniformados, un nuevo Estatuto Disciplinario para robustecer la integridad institucional y sancionar irregularidades, y una reorganización institucional para mejorar la eficiencia operativa. Además, como parte de este esfuerzo por renovar la imagen de la Policía Nacional y fortalecer su identidad, se implementó un cambio en el uniforme, al adoptarse un diseño funcional y moderno que busca reforzar la proximidad con la ciudadanía.

Asimismo, se implementó un programa de diálogo ciudadano, “Hablemos de Policía”, como un espacio de participación orientado a la relación con la comunidad y la confianza ciudadana. También se ha avanzado en la modernización tecnológica con herramientas de análisis criminal y estrategias de policiamiento basado en evidencia para mejorar la prevención del delito. Sin embargo, estos esfuerzos solo tendrán un impacto real si se traducen en un servicio policial más efectivo y cercano a la ciudadanía, un reto que el nuevo director de la institución deberá asumir con determinación.

La legitimidad de la Fuerza Pública se construye con resultados, con un servicio eficiente y cercano a la comunidad, con una lucha efectiva contra el crimen y con una estructura interna que realmente refleje los valores de integridad y vocación de servicio.

A pesar de la ambiciosa hoja de ruta trazada en 2021 para la modernización y transformación integral de la Policía Nacional, la gestión del general William Salamanca, durante sus 19 meses como director de la Institución, no logró consolidar los cambios estructurales propuestos. Las reformas quedaron en la planificación y no se tradujeron en mejoras tangibles en la operatividad policial ni en la percepción de seguridad. La implementación del nuevo Estatuto de Carrera y del Estatuto Disciplinario, piezas clave para la transparencia y la profesionalización de la Policía, avanzó de manera fragmentada, y la reorganización institucional aún enfrenta desafíos en términos de eficiencia y articulación. Así, la salida del general Salamanca deja un proceso de cambio inconcluso, en donde se evidencia la dificultad de materializar una reforma estructural en un contexto donde la legitimidad y la efectividad policial continúan en entredicho.

Uno de los mayores desafíos que enfrentará la Policía Nacional bajo la dirección del general Carlos Triana, nuevo director de la Institución, es la reducción de la brecha en seguridad que persiste en varias regiones del país. Se debe incrementar los esfuerzos de vigilancia y prevención en las principales ciudades, y replantear la estrategia de seguridad. Con mayor énfasis en zonas del territorio nacional como El Catatumbo y El Plateado, escenarios de violencia e inseguridad dominadas por actores armados ilegales y economías criminales. En estos momentos de la coyuntura nacional, la presencia policial requiere combatir el crimen organizado y fomentar la confianza de las comunidades en la institucionalidad. Esto implica una articulación con las Fuerzas Militares y demás instituciones del Estado, el fortalecimiento de las capacidades de inteligencia y, sobre todo, la recuperación del control estatal en zonas donde hoy predomina la ausencia de autoridad.

Además, el bienestar y la motivación del personal policial deben ser una prioridad. La implementación efectiva del nuevo Estatuto de Carrera y de los mecanismos de ascenso son fundamentales para garantizar que los hombres y mujeres de la Institución cuenten con mejores oportunidades de desarrollo profesional donde su labor sea valorada y respaldada. Un policía desmotivado o con escasas posibilidades de progreso difícilmente podrá cumplir con excelencia su misión de servir y proteger. La lucha contra el narcotráfico y las economías criminales no puede recaer sobre una Institución desmoralizada o carente de incentivos. Se requiere una reingeniería en las políticas de bienestar, con mejoras en condiciones laborales, garantías de seguridad para quienes operan en territorios de alto riesgo y una mayor inversión en salud mental y apoyo psicosocial.

Finalmente, el general Triana asume una Institución que necesita liderazgo y determinación para finiquitar la hoja de ruta del proceso de transformación institucional. La Policía Nacional no puede permitirse más promesas inconclusas ni reformas estancadas. Es hora de pasar del discurso a la ejecución, de consolidar los avances en transparencia, profesionalización y modernización, y de reconstruir la confianza ciudadana con hechos concretos. La legitimidad de la Fuerza Pública se construye con resultados, con un servicio eficiente y cercano a la comunidad, con una lucha efectiva contra el crimen y con una estructura interna que realmente refleje los valores de integridad y vocación de servicio.

Publicada en: https://www.kienyke.com/columnista/jimmy-bedoya

El auténtico liderazgo en seguridad: el sacrificio que define a un líder

Simon Sinek, en su obra “Los líderes comen al final”, plantea una premisa fundamental: el verdadero liderazgo no se mide por la autoridad que se ostenta, sino por la disposición de priorizar el bienestar del equipo por encima de los propios intereses. En el sector defensa, esta máxima cobra una importancia crucial. La confianza y la moral de las fuerzas de seguridad y del orden dependen, en gran medida, de la percepción que tienen de sus comandantes y de los líderes políticos que dictan las directrices en seguridad pública. Cuando un soldado o un policía siente que su sacrificio es reconocido y que su vida tiene un propósito más allá de ser una pieza reemplazable dentro de una estructura burocrática, su nivel de compromiso y su desempeño operativo se fortalecen. Sin embargo, en la Colombia actual, los líderes de la defensa parecen haber abandonado este principio fundamental, optando en su lugar por decisiones que han debilitado la moral institucional y generado una crisis de seguridad que, lejos de ser inevitable, es el resultado de una gestión errática y de espaldas a la realidad del país.

Al analizar la situación anterior, observamos una correlación inquietante en la aplicación del “Principio de Pareto”. El 20% de las decisiones tomadas en el sector defensa -como la reducción del pie de fuerza, el debilitamiento del control territorial y la falta de respaldo jurídico para los uniformados- están generando el 80% de los problemas de seguridad. La reconfiguración de la estrategia de defensa ha priorizado un enfoque ambiguo y mal articulado, desmantelando estructuras de seguridad sin ofrecer alternativas viables para el control del crimen organizado y la violencia en las regiones más afectadas. En lugar de estrategias dispersas e ineficientes es clave fortalecer el 20% de unidades, modelos y recursos que generen el 80% del impacto en seguridad. Esto requiere profesionalizar unidades de inteligencia y operaciones contra el crimen organizado, focalizar recursos en las zonas más violentas y garantizar seguridad jurídica a los uniformados. 

La falta de liderazgo efectivo en defensa no solo afecta los resultados de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional, además erosiona la confianza ciudadana en las instituciones encargadas de garantizar la seguridad. Un Estado que deja en el abandono a quienes lo protegen, que debilita su capacidad de respuesta y que los somete a un constante estado de incertidumbre legal está destinado a enfrentar un incremento en la criminalidad y la anomia. En este contexto, el liderazgo no puede ser concebido como un ejercicio meramente administrativo o retórico; debe ser una labor activa, comprometida y, sobre todo, fundamentada en el sacrificio personal por el bienestar colectivo.

Solo así podremos construir una política de defensa que garantice estabilidad, seguridad y confianza en un país que no puede permitirse el lujo de la incertidumbre.

El liderazgo en seguridad y defensa exige más que discursos grandilocuentes y estrategias superficiales diseñadas para el corto plazo. Requiere líderes que comprendan que su rol no es resguardar su imagen política ni capitalizar en términos de popularidad, sino garantizar la estabilidad de una nación que enfrenta múltiples amenazas internas y externas. Esto implica tomar decisiones estratégicas basadas en datos y no en ideologías, fortalecer la moral y las condiciones de quienes se juegan la vida por la seguridad del país y, sobre todo, asumir las consecuencias de las políticas implementadas en lugar de delegar la responsabilidad sobre los hombres y mujeres que, en última instancia, ejecutan las órdenes en el terreno.

La historia ha demostrado que las naciones que garantizan un sólido liderazgo en su sector defensa logran niveles más altos de estabilidad y desarrollo. En contraste, aquellas que descuidan a sus fuerzas de seguridad y las someten a la incertidumbre terminan pagando un precio alto en términos de gobernabilidad y cohesión social. En Colombia, la seguridad no puede seguir siendo un asunto relegado a la conveniencia política del momento. Se requiere una visión estratégica que, como lo plantea Sinek, ponga a los líderes al servicio de sus equipos, asegurando que cada decisión tomada en el sector defensa fortalezca y no debilite la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos.

El gobierno y los altos mandos de la Fuerza Pública tienen hoy la oportunidad de demostrar que son líderes dispuestos a, como dice Sinek, comer al final, al priorizar el bienestar de su equipo antes que sus propias ambiciones. Esto implica asumir con seriedad la necesidad de garantizar estabilidad institucional, reformar con inteligencia y no con improvisación, y generar confianza en quienes tienen la difícil tarea de enfrentar el crimen y proteger la soberanía nacional. No hacerlo es seguir profundizando una crisis que no solo afecta a la seguridad, sino que pone en riesgo el futuro del país.

Ha llegado el momento de fortalecer el liderazgo en el sector defensa. La seguridad de Colombia no puede seguir dependiendo de decisiones erráticas y de una gestión que sacrifica a los uniformados mientras los responsables se blindan de las consecuencias. Es hora de que los líderes de la seguridad nacional comprendan que su verdadero rol no es gestionar crisis desde la distancia, sino estar al frente, liderando con el ejemplo y asumiendo el peso de sus propias decisiones. Solo así podremos construir una política de defensa que garantice estabilidad, seguridad y confianza en un país que no puede permitirse el lujo de la incertidumbre.

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Entre la doctrina de Bolívar y Santander: la seguridad pública

La administración pública se rige por principios fundamentales como la eficiencia, la eficacia, la coordinación y la corresponsabilidad. Sin embargo, en Colombia, la falta de articulación entre las diferentes entidades del Estado ha convertido la gestión del orden público en un proceso caótico. La corresponsabilidad, que debería garantizar que distintos niveles de gobierno trabajen conjuntamente en soluciones integradas, se ve socavada por agendas fragmentadas y la ausencia de un liderazgo claro. La coordinación, pilar esencial para una estrategia de seguridad efectiva, ha quedado relegada a intentos aislados que carecen de continuidad. Esta desconexión impide que la acción del Estado sea estructurada y efectiva, y genera espacios de poder que los actores criminales aprovechan para consolidar su influencia.

Esta falta de dirección clara ha debilitado la capacidad del Estado para coordinar esfuerzos y enfrentar con eficacia las amenazas que ponen en riesgo la estabilidad del país. Cuando el liderazgo político no logra consolidar una estrategia efectiva que articule las instituciones de seguridad y control, permite que el crimen organizado y los grupos armados ilegales expandan su dominio territorial. La oscilación entre la acción inmediata sin planificación y la burocracia que impide respuestas oportunas, deja a los ciudadanos expuestos a un sistema de seguridad ineficaz y desarticulado.

Esta situación ha sido analizada por Daron Acemoglu y James Robinson en su obra “Por qué fracasan los países”, y advierten que las naciones colapsan cuando sus instituciones son débiles y extractivas, al beneficiar a unos pocos mientras dejan al resto de la población desprotegida. Este argumento es relevante en el contexto colombiano, donde la falta de coordinación y articulación en las estrategias de seguridad ha permitido que los grupos ilegales florezcan en regiones donde el Estado es ausente o ineficaz. La ausencia de una gobernanza efectiva en la seguridad pública refuerza la impunidad y la expansión de las economías criminales y mientras la perpetuación de estructuras delincuenciales desafían el monopolio legítimo de la fuerza del Estado.

Mientras el Estado duda, el crimen avanza. Es hora de que la seguridad sea una prioridad real y no un debate interminable.

El dilema entre actuar con rapidez o esperar una coordinación exhaustiva no es nuevo, pero en Colombia se ha convertido en un obstáculo estructural. Mientras que el enfoque “bolivariano” de la inmediatez puede generar impacto en el corto plazo, sin un plan estratégico solo logra desplazamientos temporales del crimen sin atacar sus raíces. Por otro lado, el “santanderismo” de la burocracia impide respuestas oportunas a crisis que requieren acción inmediata, al dejar a comunidades enteras a merced de la violencia. El problema no es la rapidez ni la planeación en sí mismas, sino la falta de un modelo que integre ambos enfoques de manera positiva.

Los grupos armados ilegales, la delincuencia común y las economías criminales no están regidos, por supuesto, por la burocracia del Estado y mientras el Gobierno debate cómo actuar, ellos ya han ganado ventaja y perfeccionado sus métodos de control territorial, financiamiento y reclutamiento. La seguridad pública no puede seguir anclada a un Estado que solo reacciona en lugar de anticiparse a las amenazas. Se requiere una reforma profunda que integre capacidades operativas con un sistema institucional robusto que no dependa del vaivén político.

Construir un modelo de seguridad basado en principios como la eficiencia, la capacidad de respuesta y la articulación institucional fortalecería la interoperabilidad entre las fuerzas de seguridad, al garantizar que la Fuerza Pública, la Fiscalía y demás organismos de inteligencia, contrainteligencia, control y justicia, y las autoridades locales trabajen de manera coordinada y no como entes aislados con agendas propias. Asimismo, la descentralización estratégica permitiría a los gobiernos regionales actuar con autonomía en la toma de decisiones de seguridad, sin depender de autorizaciones interminables desde Bogotá.

La seguridad pública no puede ser rehén de dilemas ideológicos ni de la inercia estatal. Colombia necesita liderazgo con visión, y decisión con base en inteligencia estratégica. Entre la urgencia de Bolívar y el orden de Santander debe prevalecer un principio innegociable: proteger a los ciudadanos con eficacia, coordinación y determinación. El gobierno tiene la responsabilidad de abandonar la improvisación y la burocracia paralizante para construir una seguridad pública efectiva, que no se limite a reaccionar ante la violencia, sino que la prevenga y la desarticule desde su raíz. Mientras el Estado duda, el crimen avanza. Es hora de que la seguridad sea una prioridad real y no un debate interminable.

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La seguridad en Colombia siempre depende de la incertidumbre

La reciente suspensión de la cooperación de Estados Unidos en mantenimiento de helicópteros y asistencia logística no es un hecho aislado. Refleja una realidad histórica: la falta de una política de seguridad con visión a largo plazo. Colombia ha dependido de la ayuda externa sin consolidar estrategias propias, lo que la mantiene en un estado de vulnerabilidad cada vez que sus aliados modifican sus prioridades.

El ensayo de Juan Gabriel Tokatlian, “El Plan Colombia y la internacionalización del conflicto”, expone cómo la estrategia de seguridad ha sido construida con parámetros de terceros y en especial con énfasis en la lucha antinarcóticos. Si bien este enfoque permitió avances operativos, el país no generó una autonomía real. El resultado ha sido una seguridad sujeta a factores externos y decisiones ajenas a la realidad nacional. Cada suspensión de apoyo extranjero pone en evidencia la fragilidad de nuestra estructura de defensa.

Desde el Plan Colombia el país ha desaprovechado en gran medida la experiencia ofrecida de varios países entre ellos EE. UU., lo que desencadena una inconsistencia en sus potencialidades y la dependencia en equipos, inteligencia y financiamiento externo, lo que impacta directamente nuestra seguridad. Situación que afecta la operatividad de la Fuerza Pública al verse limitada y exponer la falta de inversión en capacidades propias.

La debilidad gubernamental impide que Colombia diseñe un modelo autónomo de seguridad con una estrategia efectiva. En lugar de anticiparse a las crisis se reacciona cuando la cooperación internacional se interrumpe. No hay una política de Estado que garantice estabilidad operativa, y esto lleva a improvisaciones con soluciones de corto plazo que ignoran las causas estructurales de la violencia.

Convirtamos esta coyuntura en el impulso para edificar un país más seguro, resiliente y autónomo, que valore el apoyo internacional y, al mismo tiempo, afiance su propia capacidad de respuesta.

El país necesita una política de seguridad que trascienda administraciones blindadas en contra de ciclos políticos. Sin continuidad las reformas son inconclusas, la modernización de la Fuerza Pública se estanca y las estrategias de prevención del delito quedan relegadas. Esto fortalece la criminalidad, que sí opera con sostenibilidad y adaptación.

Colombia requiere una inversión constante en su industria de defensa, en inteligencia y en tecnología para la seguridad nacional. Hoy, buena parte del mantenimiento y logística militar sigue atada a la cooperación extranjera. Por supuesto, no se trata de renunciar a los acuerdos de esta índole, por el contrario, se debe procurar en fortalecerlos a partir de un uso estratégico y eficiente para no quedar atrapados en su natural vaivén. 

Para lograr autonomía y continuar fortaleciendo al país en el terreno de la competitividad táctica un paso más allá, es esencial la participación de dos sectores el privado para cofinanciar innovación en seguridad, y la academia con el propósito de aportar estudios rigurosos con los cuales se diseñen estrategias basadas en evidencia. Solo así se logrará una política autosostenible, con o sin respaldo externo.

Tokatlian plantea que la internacionalización del conflicto limitó la independencia de Colombia. La actual suspensión de cooperación es la oportunidad para fortalecer nuestra política de relaciones internacionales para que se estructure a largo plazo y se proteja contra intereses políticos pasajeros.

Las crisis están hechas para aportar crecimiento, nuestro país no puede seguir varado en la incertidumbre. Ha llegado el momento de construir un modelo de seguridad estable, capaz de responder a los desafíos actuales sin perder la oportunidad de cooperar de manera sólida y estratégica con nuestro principal aliado, Estados Unidos. A través de un compromiso firme del Estado, el sector privado y la sociedad civil, podemos trascender la improvisación y establecer una verdadera asociación basada en la confianza, la corresponsabilidad y la búsqueda de objetivos comunes. Convirtamos esta coyuntura en el impulso para edificar un país más seguro, resiliente y autónomo, que valore el apoyo internacional y, al mismo tiempo, afiance su propia capacidad de respuesta.

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¿Está en juego la seguridad nacional de Colombia?

Colombia y Estados Unidos han sostenido, a lo largo de las últimas décadas, una relación bilateral estratégica basada en la cooperación internacional. Esta alianza, forjada en la lucha contra el narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo, ha sido un pilar fundamental para la seguridad nacional colombiana y la estabilidad regional. Programas como el Plan Colombia han demostrado cómo el trabajo conjunto puede transformar realidades complejas, fortaleciendo instituciones y promoviendo el desarrollo socioeconómico. Sin embargo, la reciente negativa del presidente Gustavo Petro de permitir el aterrizaje de vuelos de repatriación de ciudadanos deportados desde Estados Unidos ha desatado una crisis diplomática que amenaza con erosionar este vínculo histórico.

El anuncio del presidente estadounidense Donald Trump de imponer sanciones económicas, como aranceles y restricciones migratorias, plantea un desafío inédito para Colombia. Este momento crítico requiere una reflexión profunda sobre el impacto que esta tensión puede tener en nuestra seguridad nacional y la importancia de mantener una relación estable con nuestro principal aliado. La cooperación internacional, como bien argumenta el académico Carlo Tassara en su libro “Cooperación internacional para el desarrollo”, es un mecanismo fundamental para enfrentar los retos globales contemporáneos. Este enfoque subraya que, más allá de las transferencias financieras, la cooperación implica compartir conocimientos, fortalecer capacidades institucionales y fomentar alianzas que trascienden intereses individuales. Desde esta óptica, la sociedad entre Colombia y Estados Unidos no puede reducirse a una transacción puntual; es una necesidad permanente y una inversión en la estabilidad de ambos países.

La cooperación con Estados Unidos ha sido fundamental para combatir el narcotráfico, una de las principales amenazas a la seguridad nacional. De la misma forma, sus aportes han fortalecido instituciones claves como la Policía Nacional y las Fuerzas Militares, con recursos y programas de capacitación, asistencia técnica y transferencia de tecnología han mejorado la capacidad de respuesta del Estado frente a desafíos internos y externos. Sin embargo, la imposición de sanciones podría debilitar estos esfuerzos, al dejar a Colombia vulnerable ante la reconfiguración de grupos criminales que explotan cualquier vacío en la seguridad.

La estabilidad y el futuro de nuestra nación dependen de nuestra capacidad para preservar este nexo, construyendo juntos un camino de respeto mutuo y prosperidad compartida. Ahora más que nunca, debemos reafirmar este compromiso.

Colombia debe actuar con pragmatismo para salvaguardar su relación con Estados Unidos y garantizar la continuidad de los programas de cooperación. Algunas acciones prioritarias incluyen restablecer el diálogo diplomático, abrir canales de comunicación que permitan resolver las diferencias de manera constructiva y enfocarse en intereses comunes. Además, es clave diversificar alianzas internacionales; aunque Estados Unidos es un socio crucial, Colombia también debe fortalecer relaciones con otros actores globales como la Unión Europea y organismos multilaterales, para ampliar su margen de acción. Por último, es imprescindible mejorar las capacidades internas, invirtiendo en el desarrollo institucional y técnico para reducir la dependencia externa sin comprometer la eficacia en la lucha contra riesgos compartidos.

La tensión actual entre Colombia y Estados Unidos no es solo una crisis diplomática, sino una prueba de la necesidad de fortalecer y consolidar una relación que debe mantenerse y crecer día a día para superar los desafíos comunes. Como bien plantea Carlo Tassara, la cooperación internacional es una herramienta poderosa para enfrentar los retos globales, basada en la corresponsabilidad mutua y la adaptabilidad. Colombia debe trabajar con determinación para mantener y robustecer esta alianza. El vínculo con Estados Unidos es nuestra columna vertebral para conservar la seguridad nacional y el progreso. La estabilidad y el futuro de nuestra nación dependen de nuestra capacidad para preservar este nexo, construyendo juntos un camino de respeto mutuo y prosperidad compartida. Ahora más que nunca, debemos reafirmar este compromiso.

De fragmentos a puentes: la esperanza en el corazón del Catatumbo

La región del Catatumbo ha sido por décadas sinónimo de violencia, exclusión y abandono. En este espacio geográfico, rico en biodiversidad y cultura, el conflicto armado continúa marcando su presencia. Tuve la oportunidad de servir en esta región como integrante de la Policía Nacional a inicios de los años dos mil y fui testigo presencial de la realidad que enfrenta esa zona del territorio. A menudo, quienes escriben sobre el Catatumbo o la violencia en Colombia, lo hacen desde la distancia, sin haber pisado el territorio ni comprendido la profundidad de su complejidad. Sin embargo, mi experiencia directa en esta región me permite ofrecer una perspectiva fundamentada y cercana.

Para comprender este fenómeno he propuesto el concepto de la “fragmentación silenciosa”, el cual se refiere a la ausencia estatal y al quiebre territorial que ha permitido la proliferación de conflictos locales con raíces globales, aplicable tanto en el Catatumbo como en otras regiones del país. Así mismo, añado a dicho planteamiento, la obra de Jean Paul Lederach, “The Moral Imagination: The Art and Soul of Building Peace”, que nos invita a pensar más allá de la violencia para visualizar un proceso de transformación desde las comunidades. Este texto aborda cómo la esperanza puede florecer incluso en medio del caos y propone soluciones basadas en la conexión humana, el empoderamiento local y la imaginación moral.

El Catatumbo es un territorio que encarna las complejidades de las “nuevas guerras”, como lo describe Mary Kaldor en su libro “New and Old Wars: Organized Violence in a Global Era”. Colombia está sumida en un conflicto que ya no se centra por el control del Estado, sino en enfrentamientos entre actores armados no estatales que financian sus actividades a través de economías globales ilícitas, como el narcotráfico. La presencia de la Fuerza Pública en estos territorios resulta insuficiente cuando no está acompañada de planes de bienestar y seguridad social, un vacío que generadores de criminalidad aprovechan para perpetuar ciclos de violencia y pobreza.

Esta fragmentación silenciosa afecta a los territorios, y a las personas que los habitan. Comunidades enteras viven atrapadas entre grupos armados, desplazamientos forzados y una falta crónica de oportunidades. Sin embargo, aun en medio de esta realidad desgarradora, las mismas colectividades han demostrado una capacidad sorprendente para resistir y generar soluciones propias. Esta fortaleza es una muestra tangible de lo que Lederach llama la “imaginación moral”: la capacidad de visualizar y construir un futuro que trascienda las divisiones actuales.

Como testigo directo de las luchas y las esperanzas de estas comunidades, puedo afirmar que reconstruir la confianza en el Estado y cerrar los espacios para que los grupos criminales perpetúen la violencia es una tarea posible, pero requiere una decisión férrea y una acción sostenida.

El Catatumbo debe convertirse en un laboratorio de paz y reconciliación al adoptar un enfoque centrado en las personas. Los pobladores locales tienen que ser reconocidos no solo como víctimas, sino como agentes clave en la transformación del conflicto. Para lograrlo es necesario construir puentes que conecten las aspiraciones de las comunidades con el respaldo del Estado y la comunidad internacional.

Lederach enfatiza que la “imaginación moral” comienza al reconocer la humanidad compartida. En el contexto del Catatumbo esto significa construir relaciones de confianza entre actores tradicionalmente enfrentados: comunidades locales, autoridades estatales y organizaciones internacionales. Estas conexiones son esenciales para transformar el conflicto y crear una visión compartida de futuro.

El Catatumbo no solo es un reflejo de nuestras fracturas, sino también una oportunidad para demostrar que, desde el tejido roto de la fragmentación pueden surgir hilos de esperanza y reconciliación. Escuchar a sus comunidades y actuar con valentía y humanidad es el primer paso para transformar el silencio en una sinfonía de paz.

La presencia estatal en el Catatumbo debe ir más allá de la seguridad militar. Si bien es necesario garantizar la protección de la población, es imperativo que el Estado colombiano, en colaboración con la comunidad internacional y la sociedad civil, tome acciones concretas. Esto incluye fortalecer la gobernanza estatal con un enfoque integral, respaldar las iniciativas locales de desarrollo y garantizar que las voces de las comunidades sean el centro de cualquier estrategia. La paz en el Catatumbo no es solo un sueño; es una necesidad, una urgencia y una posibilidad tangible si actuamos con imaginación moral y compromiso colectivo. Como testigo directo de las luchas y las esperanzas de estas comunidades, puedo afirmar que reconstruir la confianza en el Estado y cerrar los espacios para que los grupos criminales perpetúen la violencia es una tarea posible, pero requiere una decisión férrea y una acción sostenida.