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Heroínas policiales

Las mujeres en Colombia siempre han sido protagonistas en la historia del país, participando desde la formación de la república, con el movimiento emancipador en el siglo XIX. La presencia de la mujer fue definitiva en las distintas fases de la Independencia, hicieron parte de la multitud que en las jornadas del 20 de julio exigieron la creación de la junta de gobierno, además bajo el régimen del terror instaurado por Morillo, se sumaron decididamente a la causa patriota y otras contravinieron la prohibición de hacer parte del ejército, y en la propia Batalla de Boyacá hubo mujeres que se armaron con fusiles. Evangelista Tamayo fue una de ellas, luchó bajo el mando de Bolívar, alcanzó el rango de capitán y murió en contienda en 1821.

Las mujeres tienen cada vez más relevancia en la Policía Nacional y asumen tareas de mayor riesgo y responsabilidad, incluyendo aquellas que en el pasado eran realizadas solo por los hombres. Hoy hacen parte de grupos operativos especializados, integran todas las especialidades del servicio policial y poseen cargos estratégicos en la jerarquía institucional, misiones que les exige profesionalismo, idoneidad, compromiso y una alta dosis de sacrificio. Ellas se han convertido en íconos de la tenacidad de todas las colombianas, porque son madres, hijas, esposas y también mujeres que darían hasta la vida propia por todos nosotros.

Nuestras heroínas policiales, a pesar del dolor físico y las cicatrices en su corazón, han demostrado que son luchadoras y aportan a la construcción del tejido social, liderando las acciones para encarar las adversidades…

Su actividad profesional cobra una mayor trascendencia en esta época, cuando las nuevas generaciones suelen olvidar a los hombres y mujeres, que en antaño se sacrificaron por la patria. Es así, que la mujer policía le imprime armonía a la labor policial, es la cara amable de la Institución y también la fortaleza y el carácter que permite en ocasiones, confrontar las adversidades con seguridad y aplomo.

Las mujeres incentivan el honor de ser policía, exteriorizando su valor dentro de la misión constitucional de proteger la vida y los bienes de la sociedad, en concordancia con el deber demostrado, siendo un símbolo de infinita fortaleza en el desarrollo del trabajo comunitario, preventivo y social; servidoras que ejemplifican la verdadera autoridad, basada en la confianza y la sabiduría forjada en el poder del amor, más no en la fuerza.

En Colombia, según las cifras del Registro Único de Víctimas (RUV), más de 4 millones de mujeres han sido golpeadas por la violencia, entre ellas cerca de 3 mil mujeres policías. Nuestras heroínas policiales, a pesar del dolor físico y las cicatrices en su corazón, han demostrado que son luchadoras y aportan a la construcción del tejido social, liderando las acciones para encarar las adversidades que afectan la tranquilidad de todos los colombianos, quienes con su experiencia han cimentado el rumbo de la nación aportando a la resiliencia de nuestra alma.

Cafetines y chicherías

La gran mayoría de ciudades de Colombia, surgieron de la implementación del modelo de construcción español, que se usó desde el descubrimiento de América hasta principios del s. XIX, el cual se caracterizaba por aglomerar en una plaza central, los diferentes poderes locales: el religioso, el político, el armado y el económico, convirtiéndose en un símbolo de la urbanización en el país. De este modo, los municipios colombianos se expandieron alrededor de estos centros de poder, en medio de cafetines, plazas de mercado y chicherías, constituyéndose en lugares de agitación, encuentros y desencuentros.

El 50% del crecimiento de las ciudades del país se ha realizado sin mayores procesos de planeación. Hoy, de cada 100 habitantes 77 viven en las cabeceras municipales, existen 5 ciudades con más de un millón de personas, 59 ciudades poseen casi un millón de habitantes y 620 tienen cerca de 100.000 colombianos, lo que se traduce en un nuevo estilo de vida que tiene inmensos efectos sociales.

Una ciudad mal pensada, con una insuficiente infraestructura física y de telecomunicaciones y con servicios públicos deficitarios, no es integrada ni sostenible y se convierte en una aliada en la generación de externalidades negativas, como la conflictividad social, la criminalidad, la congestión vehicular y la contaminación ambiental.

No contar con procesos de planeamiento a largo plazo, afecta el interés público y contribuye a que fracase el proyecto de ciudad, al incrementarse la segregación social y la exclusión. Desatender las nuevas formas urbanas, como patrones no planificados que se extienden y se renuevan, generan un alto costo al no tomar decisiones, haciendo que se produzca en la planificación errores irreversibles.

Las ciudades son un crisol donde se mezclan las culturas y las razas, se debe priorizar el consenso social sobre el tipo de sociedad que se desea construir, para mejorar la escuela pública, el acceso al mercado laboral y todo el andamiaje social

Los procesos de urbanismo son complejos, pero la administración pública debe interactuar con los diferentes agentes urbanos, para arbitrar entre los intereses de la comunidad, sus conflictos y diferencias, en pro de construir con esta las dimensiones físicas, sociales y político-administrativas de la ciudad.

La planeación urbana reta a las administraciones locales, como responsables del diseño de programas de desarrollo, las ciudades que planean procesos están en la posición de anticipar en vez de reaccionar, haciendo frente a la raíz del problema, para proveerle los bienes y servicios básicos a la comunidad y así el ciudadano pueda ejercer sus derechos y cumplir sus deberes.

Las ciudades son un crisol donde se mezclan las culturas y las razas, se debe priorizar el consenso social sobre el tipo de sociedad que se desea construir, para mejorar la escuela pública, el acceso al mercado laboral y todo el andamiaje social. Con una adecuada estrategia se incidirá en la economía urbana, impactando sobre las desigualdades y mejorando la seguridad ciudadana.

Guerra subterránea

Existen cálculos que permiten establecer que en Colombia el 20 por ciento de la cocaína y el 70 por ciento de la marihuana producida es usada para el consumo interno, sumado a la aparición de más de 30 nuevas drogas, entre estas las sintéticas que causan aún mayores daños a la salud de las personas. Se estima que al menos 1,4 millones de colombianos consumen alguna droga psicoactiva (según el DNP), lo que contribuye a que el tráfico local de estupefacientes se convierta en una temible economía ilícita, que alimenta el negocio de la muerte y realice transacciones al año entre 6 y 10 billones de pesos.

El “microtráfico” de drogas, nutre gran parte del crimen vivido en Colombia, se involucran en este desde las pandillas, combos o “ganchos” que administran las “ollas” hasta los grupos armados organizados y de delincuencia común, que intervienen en toda la cadena logística de producción, transporte y los servicios de distribución al cliente final.

Es tal, que durante los últimos cinco años se han cometido más de 30 mil homicidios, un 50 por ciento del total de los casos presentados en el país, los cuales se han finiquitado en la modalidad de sicariato y muchos se encuentran relacionados con los intereses de expendedores de narcóticos en menores cantidades.

Caso diferente con las llamadas “ollas”, un kilo de coca en Colombia cuesta diez veces menos, pero en el país lo rinden con diferentes sustancias para obtener de este hasta cuatro mil dosis o más, así la ganancia es similar a la venta en el exterior

El asunto ha tomado proporciones desbordadas y está apuntando a salirse de control. La situación refleja la gravedad de lo que está ocurriendo en materia de criminalidad en las ciudades de todo el país, las cuales tienen un común denominador: el microtráfico. Es un animal de mil cabezas que ha extendido sus tentáculos delincuenciales a las esquinas, parques y colegios públicos y privados.

Mediante fuertes organizaciones criminales que impulsan este fenómeno delincuencial, desplazando las comunidades en la disputa del territorio por el control del negocio, quienes tienen como sus víctimas favoritas a los niños y adolescentes, para introducirlos en un espiral de problemas mucho más graves que el consumo.

El “narcomenudeo”, aunque en el imaginario social pareciera un negocio pequeño, no lo es tanto, un kilo de alucinógeno, deja grandes ganancias vendido en las calles de alguna ciudad de Europa o Estados Unidos. Pero, en esta tarea los narcotraficantes corren un alto riesgo, los cuales van desde perder el “embarque” en incautaciones hasta ser capturados y extraditados.

Caso diferente con las llamadas “ollas”, un kilo de coca en Colombia cuesta diez veces menos, pero en el país lo rinden con diferentes sustancias para obtener de este hasta cuatro mil dosis o más, así la ganancia es similar a la venta en el exterior, sin enfrentar muchos de sus peligros. Ese es el lamentable éxito del microtráfico y lo que tiene a varias ciudades colombianas inmersas en una nueva guerra, para lo que debe integrarse políticas sociales y no solo medidas represivas.

El rostro de la muerte

En Colombia una generación desconoce que antes las personas morían de ancianas, desde la calma de sus hogares y rodeado por sus seres queridos. Estos personajes de características urbanas, nacidos entre el estruendo de potentes motocicletas y el “gatilleo” de subametralladoras Mini-uzi e Ingram, han crecido con la ilusión del dinero rápido. Lo que facilita el incremento en el número de asesinatos en la modalidad de sicariato, por lo que se habla de la incubación de un fenómeno que afecta todo el ciclo vital, una forma colectiva de necrofilia que arremete de forma particular contra los niños y los adolescentes.

Jóvenes que no ven un horizonte, creen que fallecer es su única opción de vida y desean vivir a toda velocidad, emprendiendo una carrera contra la muerte. Son los muchachos más vulnerables de la sociedad, quienes aún conviven con su barriada y amigos del colegio, incluso se esconden tras la falda de su madre, son bien agraciados y muchas veces bien vestidos. Con gusto por la tecnología, las redes sociales, la buena rumba, para quien la vida es tan solo una mercancía que pueden cambiar por objetos materiales. Siendo demasiado jóvenes para clasificarlos como sujetos penales y ni siquiera han sido catalogados como las peores personas, las más inquietas, las más retraídas, pero han adquirido una “profesión”: darle rostro a la muerte.

Otro interrogante para hacernos, ¿qué motiva para que las personas más jóvenes de la sociedad caigan en este holocausto, quienes como ganado se dirigen al matadero, apasionados por el vértigo de asesinar y hacerse matar?

El sumar cuerpos sin vida, le da prestigio a cada joven sicario. No siempre recibe pago por su “trabajo”, pero le sirve para ganar nombre en el mundo delincuencial. Sus héroes son capos tanto de Colombia o México, los admira porque al igual que ellos, antes no eran nadie y ahora tienen reconocimiento. El joven asesino pierde la cuenta de sus “vueltas” y siempre impone miedo confundido con respeto, “es alguien” y el valor de obtener esta identidad es muy costosa -morir antes de llegar a adulto-, la cual está dispuesto a pagar. Al final, cuando el que quita la vida es un criminal, la solución puede ser encarcelarlo o esperar a que muera en su propia ley. Pero, ¿qué está pasando cuando estos adolescentes -nuestros hijos-, son los que matan y mueren?

En el país, las principales víctimas de la violencia son los jóvenes. ¿Quién los asesina? Si esperamos que la respuesta sea un homicida “profesional” y curtido en el crimen, no es tal la situación. Encontraremos una sorpresa: los autores en la gran mayoría de casos son adolescentes. Otro interrogante para hacernos, ¿qué motiva para que las personas más jóvenes de la sociedad caigan en este holocausto, quienes como ganado se dirigen al matadero, apasionados por el vértigo de asesinar y hacerse matar? Reflexionemos, hemos sufrido con la figura sombría y escalofriante de la muerte por años, ayudemos a quitar la máscara mortuoria a los muchachos, solo es cuestión de querer y valorar la vida.

Violencia urbana

Nunca en la historia de la humanidad fue tan significativo el concepto de ciudad, como el espacio multicultural de mayor crecimiento demográfico, donde convergen las diferentes formas de conflicto. La violencia en las ciudades tiene en la actualidad proporciones similares, a las peores pandemias vividas a lo largo de la evolución humana.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) manifiesta que poseer una tasa de 10 o más homicidios por cada 100 mil habitantes es característico de una violencia endémica. Latinoamérica es la región que presenta la mayor tasa de homicidios en el mundo (25), triplica el promedio mundial (6) y es 10 veces más alta que las registradas en otras zonas del globo, como Europa, el este asiático y Oceanía.

Se considera la violencia urbana como un asunto de salud pública, por las diferentes manifestaciones de riesgo “no delictuales” acontecidas en la sociedad, como la exposición a la violencia doméstica durante la niñez, el elevado grado de desigualdad, los sistemas de enseñanza débiles y la falta de oportunidades, entre muchos otros indicadores sociales.

De la misma manera, las deficiencias de la ciudad en asuntos relacionados con el transporte público, los espacios anómicos, infraestructura mal planeada, inexistencia de vivienda digna y falta de gobernanza se asocian a la violencia, aportando al surgimiento de uno de los peores fenómenos existentes: el sicariato.

Debemos hacernos una serie de preguntas para desentrañar el concepto de violencia urbana. ¿Cómo deber ser el tratamiento de esta clase de violencia, con políticas urbanas, con políticas de seguridad ciudadana o con una formula de ambas?

Una violencia endémica se traduce en menos productividad, bajos resultados en materia de salud y elevados costos del crimen, los cuales en muchos países representan hasta el 10 % del PIB, y tienen consecuencias negativas a largo plazo en materia de desarrollo social, económico y en sostenibilidad. Sin embargo, la violencia se puede prevenir con compromisos a largo plazo y un conjunto de políticas coherentes al entorno.

Con formulaciones basadas en datos obtenidos mediante investigaciones acerca del problema, con proyectos de prevención de la violencia e iniciativas destinadas de forma puntual a los jóvenes en situación de alto riesgo -por ser los más afectados-, con articulación multisectorial y focalización.

Debemos hacernos una serie de preguntas para desentrañar el concepto de violencia urbana. ¿Cómo deber ser el tratamiento de esta clase de violencia, con políticas urbanas, con políticas de seguridad ciudadana o con una formula de ambas? Se debe analizar sobre las conductas no delictuales que incrementan la violencia: ¿es esta exteriorización netamente urbana?, ¿es la ciudad el escenario preferido para el accionar violento, por las características del territorio?, entonces, siendo la ciudad el lugar donde se concentra la mayor densidad de homogeneidad y es el centro de generación de disputas y contradicciones ¿es la violencia una representación urbana del imaginario social?

Trabajadores de la muerte

El fenómeno del “asesino a sueldo” se ha exacerbado en los últimos años, lo anterior se evidencia con las estadísticas del homicidio. En Colombia, según la Fiscalía General de la Nación en el 2019 hubo un total de 12.277 asesinatos y en la modalidad del sicariato se presentaron al menos 6.466 casos, más de la mitad del total, lo que indica que de forma diaria son asesinados por sicarios 17 personas. La violencia homicida ha golpeado por décadas el país y en la actualidad las empresas criminales dedicadas al homicidio por encargo, son una amenaza para la seguridad de todos los ciudadanos.

El asesinato por intermedio de un “trabajador de la muerte”, está determinado de forma funcional por los intereses de organizaciones criminales, en la mayoría de los casos relacionados con el narcotráfico, quienes recurren a bandas especializadas en vender ese macabro servicio.

El sicario de manera general no cuenta con razones personales para agredir a su víctima, solo está ofreciendo un servicio “profesional”, para deshacerse de alguien que “incomoda” o adeuda algo a otro individuo. Lo anterior como respuesta por parte de la delincuencia a las manifestaciones anómicas en nuestra sociedad y las desigualdades vividas.

El grupo de jóvenes entre los 15 y 29 años son las personas que más están siendo afectadas con el fenómeno de violencia en Colombia. Los jóvenes se han convertido en “instrumentos” de diferentes estructuras criminales, quienes los han reclutado para incluirlos en sus actos violentos y delictivos. Primero, en los años 80 y 90 los muchachos ingresaban a las organizaciones criminales por un proceso de autorrealización.

Así, el sicario adquiere notoriedad desde la misma invisibilidad social que los ha condenado a vivir al margen del Estado Social de Derecho

Posteriormente, la situación social se recrudeció e iniciaban su vida delincuencial integrando las pandillas de sus barrios. Hoy, las estadísticas sobre el comportamiento criminal de los más jóvenes nos indican que el tráfico, la fabricación y el porte de estupefacientes, junto con las diferentes modalidades de hurto, la extorsión y el homicidio por encargo, son los delitos con la mayor tasa de participación entre los muchachos.

Son jóvenes que provienen de familias desintegradas, de los sectores más vulnerables de la sociedad y gran parte son desertores del sistema educativo, sin ocupación alguna, quienes hasta ahora están llegando a la adolescencia. Las organizaciones delincuenciales los miran como un objeto, son sustituidos de manera inmediata al ser abatidos y cada vez por unos más jóvenes.

Así, el sicario adquiere notoriedad desde la misma invisibilidad social que los ha condenado a vivir al margen del Estado Social de Derecho. Ellos al final serán judicializados por las fuerzas legales del Estado, sin embargo, hay que plantear estrategias innovadoras y eficientes o sino las nuevas generaciones transitarán a un callejón sin salida.