Lo que nunca dije a mi padre

Hay frases que nunca se pronuncian y, sin embargo, nos acompañan toda la vida. No están escritas, no están grabadas en ninguna conversación, pero sobreviven como ecos persistentes. “Gracias”, “te admiro”, “perdón”, “te quiero”. Cuatro palabras simples. Cuatro palabras que, por pudor, por orgullo o por la torpeza emocional que a veces heredan los hijos de sus padres, se quedan suspendidas. Este “Día del Padre” no quiero hablar de los abrazos dados, ni de los regalos envueltos, ni de los almuerzos familiares. Quiero hablar de lo que nunca dije, y, en el fondo, de lo que nunca dijimos tantos.

Porque aunque hemos aprendido a elogiar con facilidad a los líderes, a los pensadores de moda o a los gurús de la innovación, nos cuesta —incluso a quienes trabajamos en liderazgo y valores— mirar hacia atrás y reconocer el impacto silencioso de ese hombre que, sin discursos ni etiquetas, encarnó el rol más exigente: ser papá. No el que aparece en las campañas publicitarias, ni el que recita frases motivadoras, sino ese padre real, con errores, con vacíos, pero también con una entrega que no supimos agradecer a tiempo.

En un país donde los referentes morales están en crisis y donde muchos jóvenes crecen sin figuras estables, honrar a los padres que sí estuvieron —aunque no hayan sido perfectos— es también un acto de memoria ética. Es reconocer que el amor responsable, comprometido y presente sigue siendo una de las formas más potentes de liderazgo transformador. Los verdaderos líderes, muchas veces, no salen en las portadas ni reciben medallas: educan en silencio, con el ejemplo.

Como lo plantea bellamente Brené Brown en su obra “The Gifts of Imperfection”, “la vulnerabilidad es el lugar donde nace el amor, la pertenencia, la alegría, el coraje, la empatía y la creatividad”. Pero los padres de antes no fueron educados para mostrarse vulnerables. Su afecto venía con silencios, con miradas largas, con sacrificios no verbalizados, y eso no los hace menos amorosos. Nos obliga, eso sí, a reconocer que también fuimos injustos cuando los juzgamos con parámetros que no entendían ni compartían. Nos toca, ahora que podemos, agradecerles no solo lo que nos dieron, sino lo que aprendimos a pesar de lo que no pudieron dar.

El Día del Padre, entonces, no debería ser solo una fecha conmemorativa. Debería ser una oportunidad para sanar. Para hablar. Para cerrar ciclos. Para romper con la cadena del silencio emocional. Para mirar al padre que aún vive y decirle: “te perdono”, si es necesario; o para mirar al padre que ya partió y susurrarle en la memoria: “lo entendí, viejo, aunque me demoré”.

Pero nunca es tarde para que esas palabras encuentren su lugar, y cuando lo hagan, tal vez sanemos algo más que una relación: tal vez empecemos a sanar el país.

Y si no tuviste un padre presente, o si tu relación con él fue una herida abierta, también hay espacio en esta reflexión. Porque hay quienes aprendieron a ser padres sin modelo, a construir desde la carencia. Y eso también merece ser reconocido. Como sociedad, necesitamos una narrativa del padre que no se limite al proveedor ni al ausente, sino que abrace la complejidad, la transformación, la posibilidad de reconciliación.

Hoy, cuando hablamos tanto de innovación social, de liderazgo empático, de ética del cuidado, no podemos dejar por fuera el lugar emocional que ocupa la figura paterna. No solo en el hogar, sino en la estructura simbólica de nuestras vidas. Necesitamos volver a mirar a esos padres con ojos menos duros, menos exigentes, más humanos. Y entender que lo no dicho también construye. Que lo que callamos puede ser semilla o barrera, y que depende de nosotros darle sentido antes de que sea tarde.

Propongo que, en lugar de solo celebrar con regalos, hagamos algo más profundo: escribirle una carta al padre que tuvimos o al que fuimos. Un ejercicio íntimo, terapéutico, pero sobre todo valiente. Que en Colombia —un país con heridas intergeneracionales profundas, donde la violencia muchas veces reemplazó la ternura y el abandono se normalizó— este acto sencillo puede abrir caminos de sanación. Invito a quienes leen esta columna a intentarlo. A decir lo que nunca dijeron. A agradecer lo que nunca reconocieron. A llorar, si hace falta, lo que nunca supieron llorar.

Porque en un país que necesita reconstruirse desde la confianza, también necesitamos reconciliarnos con nuestras propias historias familiares, y a veces, todo empieza por una frase tan sencilla como esta: Papá, lo que nunca te dije es que te amo. Aunque nunca te lo dije, siempre lo supe.

Quizás ya no está. Quizás ya es tarde para decirlo en voz alta. Pero nunca es tarde para que esas palabras encuentren su lugar, y cuando lo hagan, tal vez sanemos algo más que una relación: tal vez empecemos a sanar el país.

PorJimmy Bedoya-Ramírez

Columnista, investigador, asesor en seguridad pública, capital humano y sistemas de control interno.