En Colombia, cada segundo domingo de mayo es un día de abrazos, flores y homenajes. Pero también es —para miles de mujeres— un día de silencios densos y memorias rotas. Son las madres en duelo. Las que no aparecen en las campañas publicitarias ni en los almuerzos familiares, porque su maternidad quedó marcada por la ausencia. En los últimos 60 años, más de 262.000 homicidios relacionados con el conflicto armado interno han dejado una estela de hijos enterrados antes que sus madres.
En muchos casos, se trata de jóvenes soldados o policías, guerrilleros o civiles que no eligieron la guerra, pero fueron consumidos por ella. Madres de todas las orillas han vivido el mismo infierno: una llamada de madrugada, una libreta sin terminar, una voz que no volverán a escuchar. Las une un dolor que no distingue banderas.
En nuestra cultura, la maternidad se vive como misión vital. Ser madre es entregarse sin condiciones, es moldear el futuro desde el vientre, es encarnar el amor como forma de resistencia. Por eso, perder un hijo no solo fractura el ciclo natural de la vida: descompone también el sentido de existencia de quien lo trajo al mundo.
Este Día de la Madre, más que celebrar, deberíamos reflexionar. A esas madres que cargan al país sobre sus hombros con dignidad, a pesar de la muerte y la injusticia, hay que escucharlas.
A diferencia del duelo que acompaña a una enfermedad o a la vejez, la muerte violenta irrumpe sin lógica. Desgarra sin aviso. Deja heridas que no cicatrizan y preguntas sin respuesta. Muchas madres sienten que también a ellas las mataron, solo que por dentro.
Hoy, cuando la violencia persiste —aunque con nuevos rostros y lenguajes—, urge reconocer que no habrá verdadera paz mientras sigamos normalizando las muertes jóvenes, los duelos anónimos y los silencios forzados.
Este Día de la Madre, más que celebrar, deberíamos reflexionar. A esas madres que cargan al país sobre sus hombros con dignidad, a pesar de la muerte y la injusticia, hay que escucharlas. Porque si ellas logran perdonar, no puede ser para que la historia se repita. Debe ser para que al fin empiece a escribirse otra.