Hace 26 años en la madrugada del 1 de noviembre de 1998, el país se conmocionó ante una de las acciones más violentas perpetradas por la guerrilla de las FARC, la toma de Mitú, en el departamento de Vaupés. Ese hecho terrorista dejó una profunda huella en la memoria nacional y expuso la vulnerabilidad de las regiones más apartadas del territorio nacional ante la brutalidad del conflicto armado. Durante 72 horas, las FARC ocuparon esta pequeña capital departamental, aterrorizaron a su población, destruyeron su infraestructura, asesinaron a 28 personas entre integrantes de la Policía Nacional y habitantes de la localidad, y secuestraron a 61 policías. Los efectos de aquella tragedia aún persisten en la memoria de sus habitantes y en la historia de Colombia.
La toma de Mitú representa un símbolo del conflicto colombiano y, al mismo tiempo, un punto de reflexión crucial sobre las políticas de seguridad y defensa. Esta lamentable acción nos enseña que, un Estado ausente es un Estado que permite el crecimiento de la violencia. La Colombia de 1998 marcada por el dominio territorial de los grupos armados ilegales, es una situación que hoy en día se repite en múltiples áreas del país donde el conflicto y la violencia persisten. Las disidencias, el narcotráfico y los grupos criminales han encontrado refugio en regiones apartadas, donde, como en Mitú hace 26 años, el control del Estado es casi inexistente.
La memoria histórica es fundamental para construir una sociedad consciente de su pasado, decidida a aprender de los errores con el fin de evitar que deterioren el presente. En el caso de Mitú, recordar a las víctimas y las circunstancias que propiciaron esta tragedia es indispensable para reflexionar sobre los vacíos del Estado y la urgencia de fortalecer su presencia en todo el territorio. La memoria no solo es un acto de justicia para quienes perdieron la vida o sufrieron secuelas, es un compromiso con las generaciones actuales y futuras. Un país que ignora su historia está condenado a repetirla, y Colombia, con su doloroso historial de violencia debe hacer un esfuerzo activo para preservar su memoria.
El pasado no puede ser olvidado, y el presente exige acciones firmes para garantizar un futuro en el que ninguna comunidad tenga que enfrentar la violencia y el abandono.
Incorporar en la memoria nacional eventos como la toma de Mitú en los currículos escolares ayudará a crear conciencia sobre los efectos devastadores del conflicto armado con todos sus actores, causas y consecuencias, sin verdades a medias ni disfrazadas. La educación es un pilar fundamental para construir una cultura de paz en las nuevas generaciones. Garantizar justicia y reparación para las víctimas del conflicto es una forma de reconocer su sufrimiento y evitar la revictimización.
Es por esto que, la Colombia de hoy en un contexto de posacuerdo sigue luchando contra altos niveles de violencia. Las disidencias de las FARC, el ELN y otros grupos armados se disputan el control de los territorios dejados por esa guerrilla. Al igual que en la época de la toma de Mitú, la debilidad estatal ha dejado zonas rurales y fronterizas a merced de estos actores. Según cifras del Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (INDEPAZ) para octubre del 2024 se contabilizan 67 masacres con 273 personas como víctimas, al igual han sido asesinados 148 líderes sociales, lo que deteriora considerablemente la seguridad en áreas antes pacíficas. En este sentido, los avances logrados en el proceso de paz peligran si no se complementan con una presencia estatal integral que garantice seguridad, desarrollo social y justicia.
En el ámbito de la seguridad pública es vital aplicar políticas basadas en la prevención de la violencia y la construcción de confianza entre las comunidades y el Estado. La estrategia de securitización sin un componente social ha demostrado ser insuficiente en la contención de la violencia. Es urgente una política de seguridad que integre salud, educación, acceso a servicios básicos, generación de empleo, capacitación laboral y emprendimiento, como bases para un desarrollo económico que sirva de herramienta para reducir la violencia, y así se les obstaculiza el paso y avance a los grupos ilegales armados en las comunidades apartadas que, por terror o convicción de su discurso aceptan “su protección”.
Colombia tiene la obligación de recordar y de actuar. La memoria de este suceso es un llamado constante a reforzar la intervención gubernamental y a trabajar en la construcción de una paz duradera. Es necesario que los líderes del país, desde el gobierno hasta las organizaciones civiles, asuman la responsabilidad de evitar que historias como la de Mitú se repitan. La ciudadanía, por su parte, debe exigir y apoyar iniciativas que promuevan el bienestar y la justicia social. El pasado no puede ser olvidado, y el presente exige acciones firmes para garantizar un futuro en el que ninguna comunidad tenga que enfrentar la violencia y el abandono.