Sin ellos, no hay nación

“Una nación se revela no solo por los hombres que produce, sino por aquellos a quienes honra y recuerda.”
— John F. Kennedy

Cada 20 de julio, Colombia celebra su grito de independencia. Las banderas ondean, los discursos se multiplican, los desfiles capturan miradas. Pero más allá del color y la tradición, hay una verdad profunda que merece ocupar el centro de esta conmemoración: sin nuestra Fuerza Pública, sin los hombres y mujeres que han vestido el uniforme con honor, entrega y sentido de patria, no existiría la nación que hoy celebramos. Esa afirmación no es una metáfora patriótica, sino una realidad histórica, social y estructural.

En cada rincón de nuestro territorio, desde los páramos hasta las costas, desde las selvas más densas hasta los barrios más populosos, han estado presentes nuestros policías, soldados, infantes de marina y pilotos de la Fuerza Aeroespacial. No como figuras lejanas, sino como guardianes del orden, protectores de la vida y garantes de la institucionalidad. Cuando el país ha enfrentado amenazas, ellos han sido el escudo. Cuando el miedo ha querido instalarse como rutina, ellos han sido la respuesta, y cuando la bandera parecía flaquear, ellos la han sostenido en alto.

Son miles las historias que se entretejen con valentía y sentido del deber. Historias reales: un patrullero que permanece firme en una zona de difícil acceso, sabiendo que su presencia significa tranquilidad para una comunidad; un teniente que guía a su tropa en medio del aislamiento geográfico, siendo no solo autoridad, sino también apoyo humano; un piloto de helicóptero que, en medio de condiciones extremas, transporta esperanza en forma de medicinas, evacuaciones o alimentos. Esos relatos no suelen aparecer en los titulares, pero son el fundamento invisible de nuestra democracia.

En estos hombres y mujeres encontramos una lealtad que trasciende lo profesional. Es una lealtad al país mismo. Lo dijo con claridad Charles de Gaulle: “Una nación es grande no por su tamaño, sino por la lealtad de su gente”. Esa lealtad —discreta, inquebrantable, silenciosa— ha sido el verdadero baluarte que ha permitido que Colombia siga en pie, con instituciones, con libertad y con futuro.

Cada ceremonia militar, cada marcha de honor, cada medalla impuesta, es más que un protocolo: es un acto de justicia moral hacia quienes han hecho de su vida un servicio a los demás, y, sin embargo, el verdadero homenaje no debe quedarse en los actos oficiales, sino instalarse en la conciencia colectiva. Reconocer públicamente a nuestra Fuerza Pública es una necesidad ética. No por obligación institucional, sino por gratitud ciudadana.

Porque su legado, su servicio y su ejemplo nos recuerdan que la patria no solo vive en la historia, sino también —y sobre todo— en el coraje de quienes la cuidan día a día. Sin ellos, no hay nación.

Porque la seguridad no es solo una condición para el desarrollo: es el fundamento sobre el cual se construyen la convivencia, la educación, la justicia y la democracia. Nada florece en el caos. Nada perdura en el miedo, y gracias a quienes patrullan nuestras calles, a quienes custodian nuestras fronteras, a quienes vigilan desde el aire o desde el río, millones de colombianos pueden soñar, trabajar y vivir con libertad.

Este 20 de julio no es solo una fecha en el calendario. Es una oportunidad para reafirmar nuestro compromiso con los valores que sostienen la República, y entre esos valores —junto con la libertad, la justicia y la soberanía— está el honor. Ese honor que se materializa en el saludo de un soldado, en el paso firme de un pelotón, en la mirada atenta de quien está dispuesto a todo por defendernos.

Colombia necesita seguir mirando con orgullo a su Fuerza Pública. Necesita formar nuevas generaciones que comprendan que el uniforme no es un símbolo cualquiera, sino una expresión de responsabilidad y grandeza. Necesita exaltar en las aulas, en los medios, en las conversaciones cotidianas, a quienes hacen posible que la república funcione en paz y en legalidad.

Hoy, cuando las dificultades aún persisten en muchos territorios, cuando los desafíos en materia de seguridad exigen coraje, innovación y unidad, tenemos en nuestra Fuerza Pública no solo un respaldo, sino una inspiración. Son ellos quienes encarnan el compromiso diario con la patria, quienes enseñan que amar a Colombia también se demuestra con disciplina, con sacrificio y con carácter.

Por eso, esta columna no es solo un tributo. Es un llamado. A no olvidar, a no minimizar, a no relativizar su rol. A agradecer de corazón y con convicción. A reconocer que, más allá de cualquier discurso, sin ellos —sin quienes defienden la vida, el orden y la libertad con vocación heroica— simplemente no habría nación que celebrar.

Este 20 de julio, celebremos nuestro grito de independencia, sí. Pero sobre todo, honremos a quienes han hecho posible que esa independencia perdure. Porque su legado, su servicio y su ejemplo nos recuerdan que la patria no solo vive en la historia, sino también —y sobre todo— en el coraje de quienes la cuidan día a día. Sin ellos, no hay nación.

PorJimmy Bedoya-Ramírez

Columnista, investigador, asesor en seguridad pública, capital humano y liderazgo.